La película de Fernando Ayala, con libreto de Oscar Viale y Jorge Goldemberg, se estrenó el 8 de julio de 1982, en la decadencia de la última dictadura cívico-militar. Protagonizada por Federico Lupi y Julio De Grazia. Se puede ver libremente en YouTube.
El 8 de julio de 1982, la cartelera porteña presentó Plata dulce, dirigida por Fernando Ayala. Durante esa temporada fue la tercera película más vista del año.
Plata dulce es el primer film argentino que remite a un momento específico de la última dictadura cívico-militar: el Mundial 78. Con un fotomontaje, sobre imágenes del festejo en la cancha de River, se imprimen los créditos, acompañando una música festiva que se reiterará en otro momento del film.
Los festejos callejeros ocurridos realmente en aquel 78 dan lugar a lo que queda de ellos, en la ficción, al día siguiente: una calle cubierta de papelitos en un barrio suburbano de Buenos Aires y un trasnochado que ya no tiene lugar en la escena porque la fiesta terminó y hay que seguir trabajando: con el típico frío de julio, Rubén Molinuevo (Julio De Grazia) abre su fábrica como todos los días.
A la alegría poco creíble de Rubén se opone la preocupación de su socio y concuñado, Carlos Bonifatti (Federico Lupi) quien rápidamente instala el conflicto: el negocio se viene a pique.
Con ese sentimiento de naufragio y la necesidad de hacer justicia, Bonifatti increpa a un automovilista que está infringiendo una ordenanza: avanza por una calle transformada en peatonal. Poco durará la indignación, porque el automovilista, Arteche, un antiguo compañero del servicio militar obligatorio, reconoce a Bonifatti y sin más le entrega las llaves de su Mercedes Benz para que le haga de parking. Ya dentro del auto, Carlos es subyugado por el lujo y el poder y con gusto ocupará el lugar de Arteche: avanza por la calle desplazando a los peatones. Carlos aprende, así, a deslizarse con rapidez de la honradez a la infamia.
Desde este momento, los acontecimientos se presentan como una catarata. Bonifatti se transformará de empresario minipyme en financista, de la mano de su “amigo” Arteche, presentado como un personaje difuso y artificial a través de dos recursos: primero, paseándose detrás de un espejo facetado que le deforma el rostro y, luego, a través de una filmación. Arteche es una representación tan vacía como el depósito en que transforma la fábrica de botiquines.
Una escena reveladora de los cambios negativos que se están dando en el país (arteramente ocultados en la frase de Arteche: “Estamos entrando a un nuevo país”) es cuando cambian el cartel de la fábrica que tiene datos precisos (nombre de los dueños, de la empresa y actividad) por otro que es, sólo, dos consonantes.
Carlos vende su parte de la fábrica a Rubén porque en este país “ya no conviene fabricar nada”. Luego, Rubén la tendrá que vender definitivamente porque sus botiquines fueron reemplazados por los que llegan de Taiwán. En el país todo se importa y los que pueden, como Carlos, se van a Miami y compran electrodomésticos, aun los que no necesitan. Justamente, en el retorno de USA de la familia Bonifatti vuelve a sonar la música inicial de la película, esa que acompañó los festejos del mundial, que duraron poco, como poco durará la vida de despilfarro y mentiras de Carlos.
La película termina con una lluvia torrencial que quizás venga a limpiar culpas, arrastrar vanas ilusiones y dar paso a un nuevo país donde vayan en cana los reales estafadores.
Por Mónica Carinchi
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