Cumple 20 años la ópera prima de Nicolás Tuozzo: Próxima salida

La película nos ubica en la década del 90 cuando se produce el despido de miles de ferroviarios y el consecuente abandono de muchísimas vías y el cierre de estaciones. Los ex trabajadores se enfrentan a la desocupación y muchos caen en la desesperación que los conduce a caminos dramáticos. El film se puede ver libremente en https://www.youtube.com/watch?v=6e-yNBMP-zY

Estrenada el 7 de octubre de 2004, la opera prima de Nicolás Tuozzo, Próxima salida, ubica al espectador en una problemática que es reeditada por el actual gobierno: la pérdida de trabajo.

La película comienza con tres adolescentes corriendo, en una noche de lluvia, no se sabe hacia dónde. Tres ingredientes que no fallan: lluvia (presagia algo), noche (es inquietante), adolescentes (la edad de la rebeldía). Una voz en off pregunta: “¿Se puede cambiar el destino? ¿Hasta dónde somos capaces de cambiar las cosas?”.

En la siguiente escena, un hombre -Ángel- escribe una carta; los primeros planos lo muestran agobiado; el plano detalle (el cenicero) muestra su nerviosismo; una voz en off y la imagen dicen que la única respuesta que encontró a ese estado de zozobra, fue el suicidio. Del tiro final se desprende un fundido en negro y allí, recién, el título de la película: Próxima salida.

El film tiene un inicio desesperanzador que se va acentuando a medida que avanza hacia su fin. Sin embargo, el director no permite que el final sea tan lineal.

Después del entierro, surge una escena inesperada: en un set de televisión, un trabajador bosqueja el conflicto: “Mi padre fue ferroviario, mi hermano fue ferroviario. Yo tenía 15 años cuando entré. Y fue mi único trabajo. Nosotros somos ferroviarios. A lo mejor eso ahora no sirve de nada, pero para nosotros era muy importante”.

Decir que el padre era ferroviario y el hijo también puede sonar a destino. Pero no, era una política de Estado que aseguraba trabajo, bienestar social, comunidad organizada.

Inmediatamente surge el enfrentamiento entre el sindicalista traidor y los trabajadores que saben la verdad, pero no pueden hacer casi nada contra una política de entrega económica. “El ramal está perfecto, el tren puede correr. Sólo que no les interesa por negocios. No les interesa un carajo de nada, de los pueblos que pierden el tren, ni de nosotros”, dice Gómez, que tendrá que aceptar el retiro voluntario. Con una cámara que va rondando la asamblea de trabajadores y enfoca la intervención de los que luego llevarán el desarrollo de la historia, no sólo se presenta el conflicto, sino cómo va escalando hasta el enfrentamiento de las víctimas entre sí. Porque justamente, cuando no se tiene a mano al victimario, lo único que les queda a los hombres es volcar la agresión entre los más cercanos. Y esto el director lo sabe, por eso del ángulo en picado pasa a desenfocar la imagen hasta que llega a un joven que observa, angustiado, la pelea que ya está fuera de cuadro, pero de la cual nos llega el griterío.

Fuera de los talleres ferroviarios, el mundo es cruel y como cada uno se arreglará como pueda, así iniciarán un camino de indignidad, desconcierto, sorpresa: el rostro de Carlos Velmar (Darío Grandinetti) cuando es aclamado por gente que no conoce, incitados por un ex compañero que intenta hacerlo entrar en la globalización: la libertad de trabajar para uno mismo; Gómez, que acostumbrado a frecuentar telos, consiguió la changa de hacerles publicidad en la vía pública; Atilio, el nuevo remisero, que tiene que tolerar al patrón, los compañeros, los pasajeros y se hunde en la deslealtad.

La larga fila de gente que busca trabajo se refuerza con el dato preciso que dan los diarios: la desocupación llegó al 18%. 

“Todo este pueblo nació con el tren”, le cuenta Eusebio al hijo de Ángel, después de haberle enseñado cómo se maneja la locomotora.

Y todo se precipita. Y nuevamente la lluvia. Y ya están dados todos los elementos para que, entre los espectadores, surja la pregunta: ¿quiénes son los delincuentes?

La audacia de tres jóvenes deja expectantes a todos los adultos. El director del film lo sabe: un pequeño acto puede cambiar el rumbo de la historia.

Por Mónica Carinchi

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