Basada en el libro homónimo de Mario Benedetti, la película es la ópera prima de Sergio Renán, quien reunió un plantel de actores sobresaliente: Héctor Alterio, Ana María Picchio, Luis Brandoni. Fue el primer film argentino nominado a un Oscar. Se puede ver libremente en https://www.youtube.com/watch?v=qhyU_nQupgo
Cuando todavía los argentinos tenían el sabor amargo de la muerte de Perón, el 1° de agosto de ese aciago 1974 se estrenó La tregua, ópera prima de Sergio Renán. Versión libre de la novela homónima del uruguayo Mario Benedetti, el reparto es un seleccionado de actores y actrices argentinas: Héctor Alterio (Martín Santomé, protagonista); Ana María Picchio (Laura Avellaneda, co-protagonista); Marilina Ross (Blanca), Luis Brandoni (Esteban), Oscar Martínez (Jaime), los hijos de Santomé. A quienes se suman Norma Aleandro, Cipe Lincovsky, China Zorrilla, Nelly Prono. Entre los hombres, Lautaro Murúa, Carlos Carella, Walter Vidarte, Antonio Gasalla, Hugo Arana y el propio Sergio Renán.
La música de Julián Plaza acompaña los estados de ánimo del protagonista y ubica la acción en Buenos Aires, la ciudad de la nostalgia.
La tregua fue un éxito, la vieron 2.200.000 espectadores. Fue el primer film argentino nominado a los premios Oscar por mejor película en habla extranjera; ese año ganó Amarcord. Al respecto, Luis Brandoni dijo: “Perdimos con Amarcord, de Fellini, y eso no es perder, es un acto de justicia”.
Siempre puede haber felicidad
Aquel jueves de 1974 fue lluvioso; la melancolía externa se hilvanó perfectamente a la foto fija de Martín Santomé con la cual comienza la película.
La primera toma nos presenta a un hombre durmiendo en una cama matrimonial, lo acompaña sólo el odioso tic tac del despertador. La semioscuridad lo envuelve al levantarse. Cuando abre la puerta del placar, el espejo devuelve el rostro entristecido de Martín Santomé y el tango invade la escena. La soledad está en la casa, en la calle, en el restaurante donde las familias almuerzan, mientras Martín Santomé las observa, quizás con curiosidad, quizás con envidia.
En la escena siguiente, en la cocina de la casa familiar, nos enteramos que Santomé deambuló por la ciudad, solo, un domingo. El incómodo desayuno con sus dos hijos varones está mostrado en un plano casi cenital, donde los tres hombres de la casa se ven encerrados en un espacio mínimo, el espacio del ocultamiento: el hijo mayor deja entrever que hay algo que es mejor que no se exponga.
Sin transición, la cámara pasa a la oficina donde Santomé está con “cara de velorio”. La razón: cumple 49 años. Sentado, encorvado, garabateando sobre un papel, Santomé parece sostener sobre su espalda toda la edad del mundo.
Avanzados pocos minutos, aparecen nuevos empleados: Laura Avellaneda, que trastocará la vida de Santomé, y Alfredo Santilli, el claustrofóbico que gritará la verdad atragantada de todos sus compañeros: la vida está fuera de esa monotonía oficinesca.
La familia se vuelve a reunir en la cena de cumpleaños de Santomé. Una cena sorpresa, en la cual el espectador puede identificarse no sólo con el padre decidido a pasar una noche feliz, sino también con los hijos menores que expresan su amor filial. El que queda afuera es el hijo mayor (Brandoni) que parece estar siempre de velorio. Nuevamente surge un tema que entristece: la presencia de un ausente. La madre muerta perturba la vida de los cuatro, que no pueden recordarla con apaciguamiento. Después de enfocar a cada uno de los personajes, lo que nos permite advertir su mundo interior, la cámara se aleja y nos deja con un ángulo a nivel de la mesa familiar, pequeña, casi recluida en un rincón del comedor, rodeada de una paleta de sepias que permite que la opacada luz de la lámpara colgante parezca, aún, más mortecina.
En la vida de este gris oficinista que lleva 30 años trabajando en la misma empresa aparece una luz: Laura Avellaneda, 25 años menor que él, lo hará revivir y sentir que todavía puede disfrutar de la vida. Hay muchas escenas memorables de esta pareja: la declaración de amor en la confitería, caminando por Buenos Aires, saliendo del cine, el primer beso. Pero la más entrañable es cuando Laura, envuelta en un toallón, es observada por Santomé que expresa: “Así, exactamente así, es la felicidad”.
La película tiene un epílogo enmarcado por la inicial foto fija del rostro de Martín Santomé. Muchos podrán decir que la felicidad es efímera, pero también es posible decir que siempre hay que estar abierto a ese impulso vital.
Por Mónica Carinchi
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