Una larga vida para conocer

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Entrevista con el Padre Edel Torrielli

Docente, artista plástico, historiador, amante de la cultura y con una larga trayectoria como sacerdote en Tigre, el Padre Edel Torrieli es una memoria viviente de nuestra historia local. En el 2008, recibió un reconocimiento del HCD de Tigre. En una charla íntima nos contó historias y anécdotas de su vida que nos hablan de una época con valores, criterios y formas de vida que bien merecen ser conocidos. Su amor por la docencia, su casa en las Islas del Delta, su familia, sus recuerdos de la infancia y sus años de estudiante en la Escuela Normal de San Fernando son algunos de los puntos de esta primera parte de la entrevista que continuará en el número siguiente.

Su pasión por la docencia

¿Sacerdote, artista, docente… como se define Usted? – “Fui docente durante 32 años. La docencia tiene mucho que ver con mi madre que nos infundió el amor por el magisterio. Terminé el secundario, y no me quedé, seguí estudiando. La docencia siempre fue algo que me gustó, que lo viví apasionadamente, con entusiasmo y con ganas de trasmitir el conocimiento. En la cátedra de Historia Argentina fui discípulo de Ricardo Levene (padre); el Dr. Linares Quintana era profesor de Derecho Internacional Privado; Hipólito Jesús Paz fue profesor de Derecho Internacional Público, que era embajador en EEUU. Esas cosas ha uno lo van marcando cuando ves un profesionalismo en la docencia. Y a lo largo de treinta y pico de años te vas emparentando porque es una actividad creadora, vas creando hechos, acontecimientos, vas trayendo del pasado al presente y vas proyectando el futuro, porque lo importante de la docencia no es solamente trasmitir conocimientos sino despertar inquietudes y hacer un hombre o una mujer pensante. Ese es el secreto: hacer pensar, así estés hablando del dogma. Siempre hay que dar la oportunidad de que el que recibe la palabra, las ideas, pueda recrearlos y pueda perfeccionarlos. Esa es la idea. Porque a los conocimientos los podes conseguir con una tecla, pero esto del pensamiento no, porque no se puede improvisar. Esto es maduración de la persona para que con esos elementos haga el camino de la vida, cualquiera sea, las artes, la economía…”.

¿En qué escuelas trabajó? – “20 años en la Escuela Parroquial de Florida; en Florencio Varela. Yo empecé en el Colegio Nacional de Vicente López en la década del 60, 1961, 1962. Eran todas casillas de madera. Tuve alumnos muy rebeldes, por ejemplo Carlitos Bachetti – que creó la empresa de publicidad Bachetti – lo eché en tercer año, era hijo de una escribana de Vicente López”. (Enumera a alumnos que hoy son profesionales reconocidos)

¿Cómo ve la adolescencia hoy? – “La adolescencia la veo a través de los adultos. Los adultos han perdido las normas elementales de la convivencia, andan para cualquier lado. Tengo un colegio acá al lado con 525 alumnos adolescentes (La Escuela de oficios Don Orione) y no es un colegio fácil, porque yo no soy fácil. Acá la disciplina, el orden, el estudio y la responsabilidad, y sigo con el mismo lema con el que empecé mi primer día de cátedra: “ustedes pagan por aprender y a mí me pagan para enseñar, el que tiene otra razón la tiene que decir, pero ahora se terminó todo el asunto, guardan todo y escuchan con atención lo que tengo para decir, y al que no le gusta se tendrá que ir…” Si no tenés un orden, una disciplina, porque no pueden basurear mi trabajo. Enseñé en cuarto y quinto año literatura y filosofía, de autores modernos. Yo estudiaba cada autor. Me pagaban muy bien, me sobraba la guita… te estoy hablando hace 30 años atrás”.

Los docentes estaban más jeraquizados y mejor calificados – “Calculo que quinto año mío era la Universidad de Buenos Aires hoy. Yo hice mi bachillerato en cuatro años, di tercer año libre, dando 15 materias libres con examen oral y escrito, incluso los idiomas francés, inglés e italiano. El esfuerzo vale la pena, era para ahorrarle dinero a mis padres, porque yo vivía sólo acá en San Fernando y ellos vivían en la Isla”.

“Yo soy quinta generación de isleños”

Padre, Usted nació en la Isla, en el Arroyo Felicaria, ¿no es así? – “Yo soy quinta generación de isleños. Mi familia era una familia típicamente tana: “el orgullo de tener una familia”. Mi abuelo estaba orgulloso de tener una familia. Siempre le digo a mi sobrina, que sigue viviendo en la casa familiar: “mi abuela vivió 80 años en esa casa que vos vivís, mamá vivió 50 años en esa casa, mi papá nació hace 106 años en esa casa y yo nací hace casi 75 años en esa misma casa”. El consejo de mi madre era: “no vendan nunca la tierra porque la tierra les va a dar de comer”. El amor a la tierra. Mi mamá había hecho la Escuela de Agricultura, era una escuela para niñas en donde se enseñaba la economía del hogar: manejar la economía de la familia. ¡Qué importante! Hoy habría que tener en cada esquina una academia para la mujer, para la promoción y desarrollo de la mujer”.

¿Tenían producción en la quinta? – “Había 45 has de frutales, un jardín. Doce cuadras de frente sobre el Felicaria, y la casa está casi al terminar la quinta. Esa es la herencia de mi tatarabuelo, bisabuelo, abuelo, padres y ahora pasa a estos (señala a su sobrina y sus hijos pequeños). Yo no me ahorré ningún día mientras vivieron mis padres, durante 40 años, de ir a verlos todas las semanas y manejar la propiedad”.

¿Su padre trabajaba en la quinta? – “Mi padre trabajaba en la quinta con 20 peones, porque había muchos frutales, muchas ciruelas y de distintas variedades. Había naranjos, la Washington, la china encargadora, la china común, la naranja paraguaya, la naranja amarga… Se juntaban 70, 80 mil naranjas amargas por año en el invierno que se vendían a la empresa Bagley. Se juntaban cientos de toneladas de membrillo para hacer dulce y acá se venía día por medio al Puerto (de Frutos) con 150 canastos de ciruela, de manzana o de durazno. La preponderancia eran las ciruelas, había cuadros y cuadros de ciruelas y todo el frente eran naranjos que tocaban el suelo. Mi papá los abonaba, los regaba, y en verano con un balde de agua de 20 litros sacando el agua del río. Mi papá volvía a las once de la noche del campo, y mi mamá lo esperaba para darse un baño y con la comidita caliente en la cocina”.

¿Usted colaboraba en las tareas productivas cuando era chico? – “Nos enseñaban a hacer pan, a cocinar, a hacer dulce, a lavar la ropa, porque era una disciplina. Nosotros vivíamos con los abuelos, con los tíos y con los tíos abuelos. La casa tenía nueve dormitorios y cada uno tenía su dormitorio, como cada uno tenía su mate, pero no había interferencias. Nosotros vivíamos en una parte de la casa: mi mamá, mi papá, yo y mi hermano. En la otra parte vivían mis abuelos, en otra los hijos… Era una casa isleña, sobre pilotes. La galería tenía 75 metros, toda alrededor de la casa. Esa quinta tenía cinco casas, un salón social de 200 m. cuadrados, con una cancha de fútbol, una cancha de bochas, tiro al blanco, muelle propio y un alero de 500 chapas para comer los choripan. Era el club social de mi abuelo. Era una época. Cuando llegaba gente buscando trabajo acá en lo de De Marzi (famosa ferretería), en el Canal de San Fernando, le decían: “mire, tómese el vapor, vaya a lo de Juan Torrielli, se baja en el muelle, y si quiere trabajar, algo le van a dar”. Venían los trabajadores y decían: “mire, me manda Tossini“, la pregunta que le hacía mi madre era ¿comió? – “y no mire…” con toda esa timidez. En casa había un enorme parral que iba hasta el río, muy grande, con bancos. “Tome asiento un minuto que mi marido va a venir enseguida”, decía mi madre. Era otro estilo, no se desconfiaba”.

Había un trato distinto con los trabajadores… – “Sí. Venían polacos, entrerrianos. Yo conocí de todo en mi casa. Mi papá hablaba con ellos, y mi mamá mientras tanto les hacía dos o tres papas, un revuelto de huevos fritos. Se juntaban 50 docenas de huevos por semana, había 120 gallinas. Había conejos, el chiquero con los chanchos, pero no era una cosa improvisada. A los peones viejos que se jubilaban, mi padre los traía a vivir en un galpón que estaba al lado de la casa grande, estaba sobre el río, que era el puerto para poner las canoas abajo. Ellos hacían el jardín y la huerta. Mi papá les seguía dando de comer, y se quedaban ahí como parte de la familia. Teníamos un tano, “Don Roberto”, que era un ilustrado. Había nacido en Luca y hablaba un italiano que era una armonía, una belleza… Estuvo 30 años en mi casa, hasta que vino el hijo con la familia de Europa y se lo llevó a vivir con él. Ese era el que cuidaba las flores, porque había canteros de flores, dalias, achiras, rosales. A mi mamá le gustaban mucho las dalias. Tenía una colección de dalias. Había rojas, amarillas, blancas. Había canteros, y canteros, y todos los años las abonaban con estiércol de los caballos y de las gallinas. En mi casa había varios lugares donde mi mamá ponía floreros con flores, esos que yo pinto. Los tengo en mi memoria porque de chico mi mamá te ponía un florero de flores en la cocina, en el comedor. Era así…”.

Vivía en un entorno de naturaleza… – “También había dos huertas, una huerta fina y otra más ordinaria. En la ordinaria, estaba el choclo, el zapallito, y en la huerta fina estaban las especias, las aromáticas y las lechugas, la radicheta, la escarola… Todas las tardes mi abuela era la encargada de ir a la huerta y sacar los zapallitos, sacar los huevos… porque cada uno tenía una tarea específica. Por ejemplo, se hacían 500 litros de vino, y estaban todos los instrumentos: los pipones, los barrilles… Estaba el horno de barro donde se cocinaban el pan todas las semanas, un canasto de pan, de panadero, y mi abuelo nos hacía el pan con chicharrón y arriba lo pintaba con yema de huevo con azúcar”.

O sea que allí tenían todo, se abastecían de todo… – “También eran muy celosos, no te permitían juntarte con cualquiera. Si no eras propietario no podías juntarte. La familia de mi mamá estaba en frente, era una quinta hermosa, una casa espectacular. La familia Monti, -la bóveda que está al lado de la de Ubieto es la de mi mamá-. Esa casa se vendió, y fue una lástima porque la última sucesión se había hecho en 1892 y la tierra que tenemos nosotros es de 1876, que se la compraron al Superior Gobierno de la Nación”.

¿Dónde hizo la escuela primaria? – “La hicimos ahí, porque mi abuelo tuvo de inquilino a la Escuela N° 18 que estuvo en la quinta de mi abuelo durante 30 años. Tenía un aula, tres dormitorios, cocina y una letrina en el fondo”.

¿Qué se conserva hoy de la quinta familiar? – “Quedó la vivienda principal y conservamos las tierras como recuerdo, lo ideal hubiera sido hacerlas trabajar. Quedan las plantas, y hay una plantación de eucaliptos, única en la zona, traídos hace más de 30 años. Debe haber unas 2000, enormes, unos 25 metros de alto. Son los últimos árboles que plantó mi papá. Por ejemplo, a la casa tuvimos que renovarles los pisos, por las mareas, y yo traje los álamos que plantó mi papá a un aserradero, los hice tablas, los traje a la escuela y les hice el machimbre, y los lleve de vuelta y la pieza donde nació mi papá tiene el piso de los árboles que él plantó. Así se conservan las cosas, así nos enseñaron y así lo mantenemos”.

Su adolescencia en San Fernando

¿Hasta qué edad vivió en la Isla? – “Hasta los 14 años cuando mi mamá tuvo que decidir que me dejaban vivir sólo acá en San Fernando, en Alsina 820, debajo del colegio industrial. El 14 de marzo de 1950 me trajo mi papá y como se usaba en aquella época: traje, corbata, sombrero y poncho. Me llevó a la Escuela Normal y me dijo: “este es el camino que tenés que hacer todos los días, te vas a arreglar, tu mamá te va a asistir y yo voy a poner la plata, y todos los viernes te voy a venir a buscar y sábado a la mañana nos vamos a casa”.  Nosotros vivimos una infancia y una adolescencia muy mimada porque así era la familia… mis tíos, mis tías. Por ejemplo, esa propiedad que tenemos no se dividió nunca, el mayor asumía la responsabilidad, pagaba los gastos y seguía la empresa”.

¿Cómo fue su vida de adolescente en San Fernando? – “Tuve muy buenos amigos, excelentes amigos. Era una sociedad muy cerrada y yo venía de los pajonales. Había que competir, había que ser responsable. “Si vos no haces este camino, te volvés allá a hacer zanjas conmigo”, me decía mi padre. Eso era así. “Si querés ser un hombre de bien, tenés que hacer una carrera, tenés que ser honesto, decente…” mirá los consejos que nos daban. “No tomes nada de gente desconocida, ni digan cómo se llaman, y con la gente que no conocen no entablan conversación”. La de Alsina era una casa de mi papá, y vivía sólo. Caminaba siete cuadras hasta la Escuela Normal y miraba los palacios que había en la década del 50, llegando siempre 15 minutos antes. En los cuatro años no tuve ninguna falta y ya cumplí más de 50 años de egresado”.

¿Luego de la secundaria qué estudio? – “Empecé la Facultad de Derecho y en la Facultad me iba muy bien. Allí conocí unas chicas que me llevaron por este camino: María, Magdalena y Cecilia Cullen (este punto continúa en la segunda parte de la entrevista). Yo era amigo del hermano, Martín, que estudiaba Ingeniería. Ellos me invitan a una misión rural en San Luis, a las misiones rurales argentinas. Me tomé el mes de vacaciones que me correspondía porque yo trabajaba en el Banco Provincia. Empecé siendo bancario, me pagaba los estudios, mi pensión, todo. La plata había que guardarla para comprar más tierra, no era para comérsela. Era otro criterio. La plata que mi mamá recibía era la que ella administraba pero el grueso lo depositaba en el Banco Italiano, Constitución y Colón. Y mi mamá tenía sus cuentas propias, que nunca se unieron con las de mi papá. Mi mamá le prestaba para pagar los jornales pero mi papá al final de la temporada le rendía cuentas. Así era la sociedad. Mamá era muy dulce, mucha ternura pero no era de esas que las podías manosear así nomás. Los recuerdos que tengo de ellos…”.

Recuerdos de la infancia

¿Qué otros recuerdos tiene de su mamá? – “Mamá era muy hacendosa, dominaba un montón de cosas. Por ejemplo, todos los años nos llevaban en marzo y en agosto, una semana al Savoy Hotel. El departamento costaba 7 pesos, y mamá con dos o tres amigas hacían una baquita y pagaban el departamento, un departamento con teléfono blanco, estábamos junto con los hijos de las amigas. Nos llevaban a la catedral, a la Iglesia Monserrat, a la plaza de Los Dos Congresos, nos llevaban al Circo Sarrasani. A la Sarrazani la conocí cuando tendría 11, 12 años, y se ubicaba en la Avenida 9 de Julio, con las carpas. Tenía una cantidad de animales, tigres de bengala, elefantes, perros bailarines. Venían de Europa con todo el circo, y la viuda Sarrasani al terminar la función, salía en un caballo blanco, toda vestida de hada, parada arriba del caballo, agradeciendo al público. Pero era el circo. Íbamos a ver la tumba de San Martín, a mirar a los granaderos, ahí parados, los tocábamos para ver si eran naturales. Fue una cosa muy linda”.

Fue una época linda de recuerdos… – “En marzo, nos llevaban a la librería Alsina del colegio y nos compraban todos los útiles: transportador, regla escuadra, pluma, todo. Fuimos los primeros chicos que tuvimos tintero involcable. No había birome, nada, lápiz Faber, pluma y limpia pluma. La maestra era muy avanzada, manejaba 80 alumnas, todos los grados, y eran bravas, mi mamá le decía “dele, dele, no afloje, vamos a ver si podemos hacer algo con estos muchachos”. No había vacaciones, ni de invierno, ni de verano. Llevábamos dos o tres cuadernos y las maestras se entretenían en poner aritmética, problemas, las tablas, dictados, porque mi mamá con un oído te escuchaba y con el otro freía la milanesa. Los primeros quince días podías correr por el monte, limpiar las jaulas de los conejos, juntar el pasto para los conejos, pero ya después todos los días tenías que sentarte dos horas en la mesa que había en el corredor y hacer los deberes. Mediados de febrero tenías que ir a visitar a la maestra con el cuaderno para ver cómo había pasado la cosa, en invierno lo mismo, yo hice más problemas de mezcla, de regla de tres compuesta que pelotas con la cabeza”.

Continuará…

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