La impronta del hombre y la naturaleza

Parque Provincial Bajo de Véliz. A 17 kilómetros de Merlo, San Luis, los campesinos del Bajo de Véliz guían a los visitantes, descubriendo la flora, la fauna y un yacimiento paleontológico de 300 millones de años. Un paisaje semidesértico con huellas de comechingones y criollos.

 

La villa turística de Merlo, San Luis, está convertida en una ciudad de asfalto, cemento y semáforos, es decir un espacio poco propicio para quien busca la armonía de las sierras. Hay que alejarse, entonces, para encontrar un paisaje vivificante.

Partiendo de Merlo rumbo a Santa Rosa de Conlara – un pequeño pueblo que parece siempre durmiendo – se llega, por camino pavimentado, al Parque Provincial Bajo de Véliz. Creado en el 2004, la lucha de sus moradores – apoyados por campesinos de otras regiones – logró torcer las intenciones de los funcionarios de entonces que pretendían preservar la flora y la fauna y expulsar a las familias que habitan el lugar desde siempre. Hoy, los paisanos se han convertido en guías que esperan a los visitantes en el ingreso al Parque.

“Nosotros estamos contratados por la provincia, somos siete. Tenemos capacitaciones todos los meses”, cuenta don Jorge Mansilla, mientras va indicando el camino a seguir.

Señalando árboles, “éste es algarrobo negro y aquél, blanco” y frente a la extrañeza del visitante que no entiende cómo logra diferenciarlos, don Mansilla acota que sus frutos son distintos: “El algarrobo negro tiene una chaucha larga, oscura, que  se usa para arrope y el patay. La chaucha del algarrobo blanco es como un rulito, amarillenta, se usa para los animales”.

Las casitas, de adobe y piedra con techos de paja, algunas sobre el camino, otras metidas en el monte, también son parte de la información: “Acá viven unas 130 personas, cada uno tiene sus animales, cabras, ovejas, vacas, caballos. Acá se usa la leña seca para cocinar, hay mucha, no hace falta talar, no se puede talar. Para iluminar se usa candil, velas, ahora también hay pantallas solares puestas por el gobierno provincial”.

Cientos de cotorras hacen escuchar sus chillidos, mientras el guía señala las hierbas medicinales que crecen en el bajo: carqueja, pulmanía, cancha de agua, peperina, incayuyo.

“Acá la gente vive más de 100 años porque vivimos tranquilos”, dice de pronto don Mansilla, cuya edad es difícil de discernir.

 

Más de 300 millones de años

El primer punto a visitar es una cantera a cielo abierto de piedra laja, abandonada. La Cantera Santa Rosa comenzó a funcionar a principio del siglo 20, tuvo su época de mayor explotación en la década del 70 y fue abandonada en los 90. “Acá se trabajaba sin químicos, con pico y barreta”, dice don Mansilla.

La cantera, que fuera la principal fuente de trabajo para los lugareños, hoy es visitada por ser un importantísimo yacimiento paleontológico: sobre restos de piedras se pueden observar maderas y plantas fosilizadas. “Mire esta piedra, cada una de estas capitas tiene 80 años, si tendrá años esta piedra!”, exclama nuestro guía. Muchos fósiles marinos, entre ellos una concha marina enorme, provocan la admiración de todos los turistas.

“En este lugar se encontró, en 1976, la araña fósil más grande del mundo, tiene 50 centímetros de largo”. Actualmente, el fósil se encuentra en el Museo Paleontológico de la Universidad de Córdoba, ya que los cordobeses se lo llevaron para estudiar y nunca lo devolvieron, a pesar de los reclamos realizados por el gobierno puntano.

El trabajo del hombre produjo en el cerro un corte vertical de unos 30 metros y, entre esta pared y los residuos del proceso extractivo, se han formado lagunas de agua de napa, aportando al agreste paisaje, vegetación y aves.

Compartiendo el mundo de piedras y fósiles, ponen su toque espinillos, algarrobos y talas; por las noches aparecen pumas, zorros, liebres; hurones, comadrejas y alguna vizcacha, “aunque las cazaron tanto que no dejaron nada”, también habitan la zona. El cielo límpido es atravesado por chimangos y halcones y la tierra, por la cascabel y la coral.

 

El misterio del guayacán

Después de la cantera, el camino, que comienza a empinarse, conduce al “árbol de la vida”, un gigantesco guayacán de unos 500 años, que conserva el secreto de su aparición en ese lugar.

“No se sabe cómo llegó acá”, dice don Jorge, “porque no se reproduce por semilla, sólo de su raíz”.

El guayacán crece en el norte del país, también en Brasil, es un árbol de zonas cálidas; el que nació en el Bajo de Véliz es el más austral del mundo.

El árbol de la vida tiene un tronco ancho, tortuoso y una copa extensísima; ha dado dos hijos, nacidos – como corresponde – de su raíz. “En este árbol se asientan muy poco los pájaros y ninguno hace nido. Abajo suyo no crece nada. Es un árbol solitario”, comenta don Mansilla y agrega: “Es muy raro”. Los lugareños dicen que sus semillas curan el mal de ojo.

Un bosque de añosos quebrachos blancos acompaña al ejemplar único de guayacán; espinillos, brea (un árbol sin corteza), algarrobos, chañar, son persistentes en el paisaje.

Cerca del guayacán, por un camino de tierra, vive Érika, una joven que vende artesanías y dulces producidos por tres grupos rurales. “Además de dulces, con los yuyos también se hacen licores”.

Tres kilómetros separan este paraje de la entrada del Parque. Todos los días, los niños que viven por allí bajan hasta la entrada donde se encuentra la escuela. “Antes iban en burro o caminando, ahora viene una trafic a buscarlos”, cuenta Érika.

 

El Museo

Finalizando el recorrido, Iván, otro campesino, espera en la puerta del Museo, armado por los pobladores. “Aquí hay una muestra de todo lo que se ha ido recogiendo en la zona. Lo armamos con mucho sacrificio”.

Por supuesto, está la réplica de la araña, “encontrada por los trabajadores por casualidad, extrayendo la pizarra”. Obviamente es un gran atractivo, en especial para los niños.

Hay muestra de todos los minerales del lugar: cuarzo, feldespato, manganeso; también fósiles: helechos, hojas, ramitas, gusanos. Asimismo están presentes los pueblos originarios de la zona: utensilios de los comechingones, como morteros portables y fijos, hachas, boleadoras, puntas de flechas.

Además del entusiasmo por explicar el origen de cada una de las piezas, Adrián también resalta que cada uno de los pobladores sabe que la  tierra y el agua deben ser cuidados para ellos y también para los que vendrán.

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