Entre las imposibilidades que nos genera la pandemia y el uso absolutamente extendido de aplicaciones para tener citas, sexo, tomar vino o buscar pareja, estamos cada vez más cerca de las distopías tecnológicas que vaticinaba la serie Black Mirror.
Hace poco uso estas redes sociales y, a priori, me parece más o menos conveniente que las aplicaciones te crucen con gente según intereses y ubicaciones geográficas; se supone que eso facilita iniciar y sostener alguna charlita para evaluar a la/el prospecto. Estar y participar en ellas también blanquea en cierto sentido qué es lo que se busca, con menos preámbulo y prejuicio, al menos en apariencia. Hay tantas posibilidades como personas y encuentros. Igual, no es en las bondades o ventajas de Tinder o Happn en donde quiero pausarme, ni tampoco en las experiencias una vez concertado el encuentro. Detengámonos en el capítulo previo.
No soy una detractora de estas aplicaciones, pero traen algunas cositas que ponen a flamear mis red flags (alarmas). Lo primero, los nombres de fantasía, los gustos e intereses: «ave nocturna», por ejemplo, o «me gustan las manualidades». ¿Qué tipo de información se supone que podrían aportarnos para iniciar un vínculo, que en general comienza con un paseo o una cerveza compartida? Todas categorías que, a priori, son relativas. No significan exactamente lo mismo para todos y, en general, se ponen las que se creen que «garpan mas», no las que de verdad elegirían. Como cuando vas a ir a una entrevista de trabajo, pero peor porque es en tono informal. Te arruinan la exploración del catálogo con falsas pistas.
La posta en estos espacios virtuales de encuentro es que vendamos mucho humo. Algo que pasa en el resto de las redes. Es evidente que en todas construimos relatos sobre nuestras vidas y los proyectamos o reproducimos cual vidriera en las pantallas. Porque es ahí donde podemos elegir qué mostrar y cómo hacerlo, montando, en general, unos shows espectaculares. Sin embargo, en el caso de las aplicaciones para citas, esto es más heavy. Lo que pasa es que descartás gente como detergente ordinario, en función de elementos muy generales que ni siquiera sabemos si son reales. La respuesta más habitual es “nos vemos en Disney”, o en cualquier otro lugar que quede bien lejos.
¿Y a qué voy con toda esta catarsis? A que con una foto poco agradable y/o con la elección de categorías, que puedan resultarnos desafortunadas, nos construímos una imagen de esos otros, que muy probablemente no le hagan justicia a nadie.
Algo similar pasa cuando llega el momento de charlar y fumarse las conversaciones sin sentido. Nos olvidamos que al otro lado del chat hay un ser humano, que puede poner en juego distintas cosas personales a la hora de empezar a hablar, o no, pero no lo sabemos. De pronto te encontrás hablando con varias personas al mismo tiempo sobre cosas que poco te importan y dejás de responderles a algunas, te dejan de responder otras, solo por aburrimiento o porque pintó. Ese ghosting (otra palabra que aprendí en 2020), que significa dejar hablando sola a la otra persona, en la vida real o en un chat, no sólo habla de nuestras incapacidades para vincularnos o manifestar deseos. Además, es una falta de registro humano de otro planeta.
Esto último me lleva a pensar que en las redes sociales se pierde más aún el sentido de la tan mencionada responsabilidad afectiva. Es decir, la idea de que las relaciones, de cualquier tipo, entre dos o más personas, deben estar basadas en el acuerdo, la honestidad, la empatía y el respeto. Estamos tan mal que se hace necesario buscar palabras para definir y ejercer una práctica que debería ser la base mínima sobre la cual vincularnos, en cualquiera de los formatos posibles. Registrar que el vínculo es con personas, no con aparatos, que son relaciones afectivas o sexoafectivas, no zapatos que se compran en cuotas, y que necesitamos acuerdos para evitar daños.
Está claro que estas aplicaciones vinieron para quedarse, al menos por ahora, y que necesariamente están y seguirán cambiando la forma de vincularnos. Hace algunos años, cuando alguien se interesaba por alguien, hablaba, charlaba, se miraba y veía qué onda. En general funcionaba, pero también se corría el riesgo de que resulte un fiasco o de rebotar, como es lógico en cualquier contacto humano.
Hace poco descubrí que, cuando estás en un bar o similar, la gente se busca en esas redes antes de acercarse a charlar. Hay quienes creen que te simplifica la tarea tener información previa y segmentar las elecciones por gustos y tendencias para bajar las tasas de rebote. Cual algoritmos, la conquista se da sin saber qué piensa, sin sentir cómo vibra, sin mirar o escuchar si cuenta un buen chiste que te den ganas de irte a la cama con la otra persona. Se arranca juntando datos y suponiendo.
O para llevarlo al terreno analógico. Al final, estar navegando en esas redes no es diferente a ir al super a comprar vino a buen precio y con etiquetas lindas, donde además también estoy exhibida entre las botellas, que no los exime de estar picados. Lo mismo, pero con seres humanos, o casi lo mismo, porque la metáfora sobre el estado del vino me pone en un lugar extraño.
El problema no son las aplicaciones, son los comportamientos automatizados que reproducimos con ellas. Quizás el desafío sea ponerlas al servicio de ampliar vínculos y las posibilidades de encontrarse con gente, sin permitir que entre nuestras habilidades sociales sigan ganando protagonismo la apatía, el individualismo y la superficialidad. Todo, absolutamente todo, hasta un polvo, es mejor cuando registrás las complejidades de encontrarte, de verdad, con otra/s personas.
¿Tinder o Happn son la postverdad del amor? No sé bien qué significa esa pregunta, pero siempre queda regio cerrar con una.
Por Bárbara Bravo
Agencia Paco Urondo
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