Conocer derechos y exigirlos

En el Valle de Conlara, defensa de la vida campesina. Mujeres y hombres que viven en el campo, sosteniendo una forma de vida que requiere decisión y esfuerzo. El agua, escasa para los campesinos, abundante para los industriales sojeros. El monte, proveedor permanente de recursos. Monsanto, un vecino peligroso. La lucha campesina: amparo ambiental. Producción de alimentos de manera tradicional, segura y sana.

 

Otra de las mujeres que intercala el trabajo de campo con el hogareño es Mónica Ponce, también integrante de la Asociación de Campesinos del Valle del Conlara. Nacida hace 40 años en la chacra donde sigue viviendo, aseguró que “en el campo, uno se marchita, porque es una tarea muy difícil, pero, para el que lo sabe vivir, el campo es hermoso”.

Sobre la ruta 23, en la zona conocida como Los Argüello, hay un campito que tiene siempre la tranquera abierta. Allí, Mónica cría chivitos, gallinas, vacas, caballos, chanchos; aprovecha el monte y tiene su huerta, “de todo un poquito, para mantenernos”.

Es la única mujer de mediana edad que queda por esos lugares. “En el campo hay muy pocas mujeres; ahora, lo que hay, son muchas casas abandonadas, porque, al morir los padres, se fueron todos a la ciudad. Yo no, a mí se me murió toda la familia y aquí me quedé y ahora les estoy enseñando a mis hijos. Traé a una de esas que se fue y pedile que carnee un chivo, no sabe; decile que corte leña con hacha, no sabe. A mí siempre me dicen ‘Mónica, por qué vivís en esa casa tan ordinaria’. Sí, es ordinaria, pero todo es el fruto de mi trabajo”.

Acostumbrada a autoabastecerse, Mónica está convencida de que es preferible no depender de un sueldo para vivir. “Es mejor trabajar para uno”, dijo esta aguerrida mujer.

 

A pico y pala

En tierras donde predominan los colores ocre y el monte espinoso, por la escasa humedad, hace ya más de 100 años, los campesinos construyeron un canal, “a pico y pala”, de 70 km. de extensión, para llevar, hasta sus chacras, agua para riego. “Éste es un canal histórico”, expresó Mónica, señalando los restos de la antigua obra, en cuya construcción intervino su abuelo.

Por aquella época, la única fuente de trabajo era el campo, por lo tanto los vecinos se juntaban y hacían sus tomas de agua, desde el río Conlara. Las jóvenes generaciones fueron abandonando los campos, los canales se fueron desmoronando y la escasez del agua sigue siendo un problema. Hace ya años, el intendente de Santa Rosa de Conlara, de donde depende el paraje en el que vive Mónica, hizo construir un pozo de agua con su correspondiente red de distribución para las familias más humildes, estableciéndose que no se les debía cobrar por su uso. Como todo cambia, el intendente actual no sólo cobra, sino que también pone multas por el uso “indebido” del agua. “Yo tenía una huerta hermosa y el intendente me puso una multa por usar el agua para regarla”, contó nuestra entrevistada. Según parece, se pretende que el uso del agua sólo sea para consumo familiar, por lo cual, en lugar de promover la producción de alimentos, se la castiga. “Sería lindo tener el propio pozo, pero hay que juntarse con otros vecinos porque es muy caro”.

En 2010, la ONU reconoció el derecho humano al agua suficiente, saludable, aceptable, físicamente accesible y asequible; en síntesis cualquier persona debe gozar del derecho de abrir una canilla en su casa y tomar agua. Sin embargo, por esos valles puntanos, el agua accesible sigue siendo un problema, excepto para los productores de semillas transgénicas.

 

Saberes y alimentos

Entre los muchos saberes que tiene Mónica Ponce se encuentra el uso de las plantas medicinales. El monte está lleno de ellas. “Después de las lluvias, florece el husillo y atrae muchas abejas; es bueno para la diarrea. Con la cáscara del chañar y del tala, se hace un té para la tos. El poleo es para el dolor de estómago y para el empacho. La canchalagua es para el hígado. La vira vira es para la gripe, se toma un té de noche que hace transpirar y en dos días nunca más la gripe”.

El monte es un proveedor continuo de recursos, pero hay que saberlo cuidar: “Cortamos leña, siempre lo seco; lo verde queda para los animales y para la sombra”.

Otra fuente de recursos son las chivas, que se pasean libremente por el monte hasta la hora de ir al corral para amamantar a los chivitos. Si están bien alimentadas, pueden tener dos pariciones por año. “Criar chivitos es un trabajo arduo y la gente tiene que saberlo porque algunos dicen ‘qué caro vendés el chivito’, pero no saben todo lo que hay que trabajar”. Actualmente, Mónica vende un chivito de 10 kilos, carneado al mes y medio, en $450.

Vendidos los chivitos, si a la chiva le queda leche, “hay que sacársela, porque le agarra fiebre y se le revienta la ubre. A esa leche se le pone fermento y se hace queso”. Por supuesto, éste es un fermento natural: “Cuando se carnea el chivo, se le saca el cuajo, que se corta, se lava y se le echa sal. Se queda bien seco. Después se pone en una botella de vidrio y se le pone agua y ese suero que se forma es el fermento”.

La producción de huevos también tiene sus bemoles: “Cuando la gallina pone los huevos, uno le arma un cajoncito con los huevos que quiere que empolle, también pueden ser de otra gallina. Ahí se queda 22 días y sólo se levanta para comer. Hay que colocar los huevos de una forma que no reciban ni mucho calor ni frío, porque después no sirven. Así se tienen los pollos para comer y vender; otros huevos quedan; las gallinas siguen poniendo”.

Durante el período escolar, Mónica Ponce se levanta a las 6 de la mañana para preparar a sus hijos que aún van al colegio y, luego,… al campo! Allí pone en práctica todo lo que aprendió de su abuelo, de su madre, de su padre. Ella es poseedora de conocimientos que no se enseñan en ninguna escuela y que se deben conservar porque son fuente de nuestra alimentación saludable.

 

Todo empezó con Felipe

En 1996, Felipe Solá – por entonces Secretario de Agricultura de la Nación – autorizó la producción y comercialización de la soja transgénica, tolerante al glifosato. A partir de ese momento, algunos dejaron de producir alimentos saludables para las personas para pasarse, drástica y dramáticamente, al rubro de las nuevas forrajeras. Así se abrió una nueva etapa en la historia de la producción agroindustrial argentina y, también, en las organizaciones campesinas.

“Nuestra lucha se opone a los máximos intereses políticos y económicos. El sistema agroindustrial es perverso, no tiene en cuenta el futuro. Las tierras, en pocos años, quedan agotadas. Es evidente que es dañino, pero las políticas siguen a favor de este tipo de agricultura”, sostuvo Goyo. Efectivamente, el avance de este paquete tecnológico amenaza la soberanía alimentaria del país, afecta la calidad de los suelos, contamina las napas de agua y provoca graves problemas de salud en las poblaciones que viven cerca de los campos fumigados.

 

Cuando los yuyos se rebelan

Una calle de tierra conduce al campo de Ivanna y Goyo. La misma calle separa, a un lado, el monte y los campesinos; al otro, los grandes industriales cerealeros. “Estamos encerrados, a un lado está Cresud – 3 mil hectáreas – y los productores que fueron ganando plata con la soja y van viendo cómo pueden ganar más. Y del otro lado, 26 familias que no llegamos a tener la cantidad de hectáreas que tiene uno solo de los integrantes del pool de siembra”.

Los campos de aquel lado cultivan maíz y soja transgénica y “cada vez tiran más veneno porque se están rebelando los yuyos. Cuando empezaron, tiraban 2 litros de glifosato por hectárea, ahora están en 15 litros. Nosotros la pasamos muy mal cuando el viento traía para nuestro campo el veneno con que fumigan: hay olor, empieza a picar la cara, la garganta, se enrojecen los ojos, duele la cabeza, dan retorcijones de estómago. Es bravo, así que nosotros, desde que tenemos a la nena, cuando veíamos que fumigaban, armábamos los bolsos, filmábamos y nos íbamos. Esa es una mezcla de veneno, no tienen ningún cuidado, a las 6 de la tarde, con viento norte, la aplican”.

Al principio, los médicos no advertían que varias familias iban con los mismos síntomas, en el mismo momento, cada vez que fumigaban; luego, los integrantes de la Asociación de Campesinos del Valle del Conlara buscaron información: “Llegamos a las Madres de Ituzaingó, que nos dejaron temblando porque nos hicieron ver el peligro en que estábamos. Investigando, finalmente logramos el amparo ambiental”, relató Goyo, uno de los afectados por las fumigaciones con agrotóxicos.

En noviembre de 2013 presentaron el amparo en Concarán; en primera instancia fue rechazado; después vino la apelación, hicieron una marcha y salió a favor de los campesinos. “Esto, por un lado, nos generó enemigos, por ejemplo el intendente de Santa Rosa, que primero estaba a nuestro favor y salía por la radio enojándose con las fumigaciones; después apareció Monsanto, se ve que le puso un poco de plata y empezó a fumigar todos los baldíos con glifosato y dijo que nosotros estábamos equivocados; pero, por otro lado, nos fortaleció como organización”.

La movida de la Asociación generó eco entre los concejales de Merlo: “Prohibieron las fumigaciones en todo el éjido de la ciudad con una ordenanza que salió fácil porque casi no toca intereses”. Se debe tener en cuenta que el éjido de los Municipios abarca 7 km. desde la plaza principal, con lo cual “sólo tocó un par de pivot”. Se denomina “pivot” a un sistema móvil de riego por aspersión con un pivote central que permite regar grandes superficies, con agua y agrotóxicos.

El amparo logrado por los campesinos fue violado por los industriales cerealeros, por lo cual la justicia les impuso una multa diaria; finalmente, el 4 de julio de este año, llegaron a la audiencia de mediación: “Pedimos 500 metros de prohibición de fumigación y que quedara prohibido fumigar con viento norte”.

Actualmente la ley establece sólo 30 metros desde el campo que se fumiga hasta la casa más cercana, por eso los 500 metros fueron un logro. “Ellos mismos nos decían ‘esto es algo histórico’, pero, cuando estábamos por firmar, les recordamos la multa, entonces se fueron. Ahora vamos a volver, dispuestos a olvidar la multa porque no nos interesa la plata, sino protegernos”.

La lucha que llevan adelante no es contra un empresario en particular, sino en contra de un sistema que desprecia la vida; es una lucha colectiva a favor del medioambiente, la salud, todos los campesinos y campesinas y especies vivas, tanto animales como vegetales. Muchas son las organizaciones ambientalistas de todo el país que apoyan la lucha contra las fumigaciones; el tema debe interesar también a los consumidores de alimentos (es decir, a la humanidad entera) pues “cada vez hay más estudios que demuestran que incluso la población que no es rural, tiene residuos de pesticidas en sangre u orina”, informó Leonardo, uno de los ingenieros agrónomos integrado a la Asociación.

 

Agua bendita

Para cultivar es imprescindible tener agua. En la zona del valle del Conlara, las precipitaciones son escasas, entre 500 y 700 mm anuales, pero existe un acuífero que se encuentra entre los 60 y 150 m de profundidad. Por este motivo (y otras condiciones favorables) Syngenta y Monsanto se instalaron allí, alquilando estancias de Cresud y de medianos productores.

Las empresas biotecnológicas disponen sus cultivos de manera circular (cultivares), no porque sean apasionados por los mandalas, sino porque la perforación queda en el centro y el agua (extraída por bombas equipadas con motores de 150HP) es distribuida por un pivot que tiene entre 600 y 900 metros de extensión y gira sobre sí mismo, recorriendo todo el radio del cultivar.

“La semilla de maíz transgénico que Monsanto vende en todo el país, se produce en San Luis. Es muy rentable, una bolsa de híbrido, para una hectárea, vale $2500. La empresa está desde hace 18 años, con equipos de riego de altísima tecnología (valen entre 6 y 8 millones de pesos); con rutas de acceso y comunicación (construidas por el gobierno provincial, es decir con la plata de los puntanos), de calidad, a disposición; con permisos de desmonte a disposición; energía eléctrica a disposición; incluso un aeropuerto internacional en Merlo. Está todo el paquete armado para que los tipos trabajen cómodos. En lo único que se les ha podido poner freno, es en las fumigaciones”, explicó Leo.

Por su parte, Goyo señaló: “Los dueños de los campos ya se han olvidado de trabajar, así que, aunque ganen un poco menos (por los amparos) les sigue sirviendo. Hace 15 años que vienen de plata dulce, no trabajan y tienen plata para maquinaria, vacaciones, 4×4 y más. Además le van encontrando la vuelta, ahora en invierno ponen centeno y eso hace que haya menos yuyos. Hacer producción orgánica lleva más trabajo y el Estado no nos reconoce, necesitamos procesos de comercialización más fáciles, porque nosotros nos hacemos cargo desde el inicio hasta el final y esto dificulta cuando se quiere crecer. Los productores de soja, en cambio, tienen todo garantizado: la venta, los investigadores, las rutas. El Estado les garantiza todo, sólo les saca un poco con las retenciones y ya está”.

Generaciones de campesinos han trabajado duro en el campo, exponiendo sus cuerpos a las inclemencias del tiempo para obtener alimento y abrigo; pero lo más importante es que fueron acumulando conocimientos a través de observaciones empíricas que les permitieron mejorar sus procesos, sin deteriorar la naturaleza.

La trampa en que nos metieron

“Prácticamente el 70% del pastoreo de nuestros animales es en monte. El agronegocio dice que no se puede producir en el monte, que hay que desmontar todo, pero aquí los campesinos tienen un promedio de 40 hectáreas y sólo el 10% es de chacra, lo demás es monte y, aún así, se logra vivir de esa producción. En el monte se cría muy bien la cabra, que transforma en alimento cosas que otros animales no comen. Es importantísimo que no se pierda la cabra, sobre todo en zona de sierra. Esos campos son para cabras y algunas personas insisten con la vaca, porque genera menos trabajo”. Leonardo enfatiza este tema ya que la frontera pecuaria avanza sobre las sierras, dado que los productores de la zona del valle “levantan mucha plata con la soja, entonces llevan sus animales a espacios no convencionales”.

No sólo llevan a las vacas a espacios poco propicios para que éstas pasten, sino que, además, las encierran en los feedlot, sometiéndolas al estrés y la tortura, y les dan de comer alimento balanceado, lo que influye directamente sobre la digestión de estos pobres animales. Estas condiciones anormales y cruentas de engorde hacen que, actualmente, se considere a la bosta de la vaca como un contaminante. “La vaca se alimenta de pasto y lo transforma y esto no puede generar contaminación. Al contrario, la vaca es una fábrica de fertilizante, que recircula permanentemente nutrientes; lo que sucede es que se la asocia al feedlot, pero en San Luis no existe este tipo de producción. En muchos casos, los campesinos venden sus terneros para el feedlot del gran productor y eso también hay que reverlo, porque el trabajo del campesino no puede transformarse en insumo de los ganaderos. Tenemos ganas de tener una carnicería propia, haciendo hincapié en la calidad de carne que sale del monte. Es una pena que se meta todo el sistema de producción de alimentos en una sola forma”.

Como Leonardo vive en Santa Rosa de Conlara, a escasos 16 km. de Merlo, también desmitificó el estilo de desarrollo de esta última ciudad, que sería modelo de desarrollo para todas las vecinas: “En la actualidad, la tierra en Merlo está tan cara que algunos emprendimientos han venido para acá. Habría que romper el modelo tradicional de crecimiento y plantear otro modelo de pueblo. Por ejemplo, se podría hacer agricultura urbana, ya que prácticamente más del 50% de la población tiene contacto con la vida rural, en la mayoría de las casas hay un gallinero. Está muy mezclado lo rural y urbano y con el afán de las inversiones, se apunta a un modelo tipo Merlo, perdiendo la posibilidad de desarrollar y potenciar lo local, con las capacidades que ya tiene la gente. Hay que cambiar la visión de que, el que produce, es pobre”.

 

Tierra y libertad

Los campesinos saben que tienen una riqueza: su libertad para elegir cómo vivir. “En toda la historia, al campesinado se lo quiso eliminar, porque no es como alguien que vive en una villa, al que se lo puede mandar y llevar de aquí para allá por un plan social. El campesino, aún con su poca tierra, tiene su autonomía, se garantiza sus alimentos. Aunque pone muchas horas de trabajo, descansa el día que quiere y esa libertad no está bien vista por el sistema capitalista. Por eso digo que la nuestra es una lucha histórica, porque siempre se nos quiso eliminar”.

Seguramente, por observador de los sistemas naturales y partícipe de los sociales, Goyo reflexionó: “El ser humano es solidario por naturaleza, pero hay un sistema que se ocupa de trastocar los valores, haciéndonos individualistas, egoístas, poco solidarios, envidiosos. Organizarnos cuesta un montón, empezar a creer en uno mismo, en el otro, todo eso lleva su tiempo y nunca se sabe cómo va a ser el final. Entonces hay que hacer un equilibrio, porque si dedicamos todo el tiempo a la organización, puede fracasar la producción y si después viene un golpe bajo y uno construyó una sola cosa y también se cae…”.

Pese a todos los sinsabores cotidianos, los campesinos reconocen sus fortalezas: “Para evitar que se siga hipotecando el futuro, que se siga perdiendo la riqueza cultural de las familias que saben trabajar el campo de manera natural, exigimos que se reconozcan nuestros conocimientos ancestrales, que seamos parte de la formación de los futuros técnicos, que nuestros alimentos estén en la mesa de todas las personas. Necesitamos un Estado que nos garantice infraestructura y tierras para los que quieren producir”.

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