Una historia que condensa muchas historias

, Cultura

Del monte salteño a la huertita de Benavídez. Descendiente de quechuas-aymara, Julio Maiza ha vivido múltiples experiencias que cuenta en sus libros, en charlas sobre pueblos originarios y, también, en esta nota. Trabajó en el Correo Central, es psicólogo, participa en actividades socio-culturales y, desde hace años, colabora con el Centro Cultural Tewok de la comunidad wichi de Santa Victoria Este, Salta.

 

Pensar que nuestro vecino tiene algo interesante para contar, en general es una posibilidad que se descarta, más aún si es morochón y, encima, se dedica a hacer huertita. Pero como nosotros creemos en la leyenda que nos cuenta que adentro de un árbol pueden estar todos los ríos, entonces encendimos el grabador y dejamos que Julio Maiza hablara.

A este vecino de Benavídez, que llegó allí después de la crisis del 2001 con la propuesta de armar una huerta orgánica comunitaria, lo conocimos a través de sus cuentos y relatos: “Volveré y seré millones como los granos de Quinua, dijo mi hermano quechua-aymara Tupac Amaru antes de ser descuartizado. Había pasado mucho tiempo desde que comenzó la resistencia a una guerra no declarada en el Abya Yala”.

Escribir sobre los pueblos originarios no es subirse al tren de la moda ni una opción literaria, es escribir sobre su propia historia. “Nací en los montes salteños. Mis padres eran campesinos, quechua-aymara. Tuve un bisabuelo peruano, un abuelo boliviano y mi madre nació en los montes de Salta. Ahí nadie tenía papeles, por eso, cuando nos echaron, ya en la ciudad de Salta, mis padres se casaron y le pusieron una fecha estimativa de nacimiento a cada hijo. Yo no sé si soy del 38 o del 39”.

 

Las cartas de la vida

Viviendo en casas o departamentos, siempre plantó verduritas, por eso la propuesta de la huerta le gustó. “Siendo changuito ayudaba a mi padre a labrar el campo, teníamos bueyes, no había ninguna maquinaria. Siempre me gustó el campo, la naturaleza”.

En los suburbios de Salta, donde fueron a vivir después del desalojo, todos sintieron la exclusión en la carne. “Mis padres se tuvieron que acriollar, dejaron de hablar quechua. A mí me dieron un mandato ‘vos vas a ir a la escuela de los criollos. Andá, estudiá y sé algo’”.

Así lo hizo; mientras iba al primario, vivían en un rancho, luego pasaron a una casita de adobe y después a una de material. “Durante el gobierno de Perón y Evita, el grado de inclusión fue impresionante. En Salta hicieron un hogar escuela hermoso. Mis hermanos más chicos fueron. El colectivo pasaba por el barrio a las 7 y media; allí desayunaban, tenían la clase, hacían la siestita, actividades deportivas, merienda y a las 18, el micro volvía al barrio”.

Julio cursó en Salta el secundario hasta 2° año, porque le salió un trabajo interesante: “A los 13 años empecé a trabajar en el Correo como mensajero”. Riéndose expresó que las circunstancias en que se dio, fueron increíbles. “Por aquel entonces estaban los Campeonatos Infantiles Evita. Yo jugaba al fútbol, salimos ganadores de la provincia y vinimos a la Capital a jugar la final en la cancha de Ferro. Perdimos por uno a cero, nosotros decíamos que fue porque le dieron un penal a la Capital Federal”.

No ganaron la copa, pero Julio ganó un recuerdo: “Nos llevaron a la residencia presidencial que estaba donde ahora está la Biblioteca Nacional. A mí me abrazaron Perón y Evita, que me puso en la camperita una insignia que tenía de un lado su imagen y del otro lado, la imagen de Perón”.

Con los ojitos cargados de destellos citadinos, Julio volvió a Salta. “Los dirigentes del Club Pellegrini fueron a hablar con mi papá para que me dejara jugar para ellos”. Don Justino se negó, ya que “para los indios, jugar al fútbol es cosa de vagos”, sin embargo finalmente, cedió. “Ahí perfeccioné mi juego. Jugué 2 años; en el último, salimos campeones. El último partido lo jugamos contra el Club Correos, yo les hice 4 goles, les ganamos 5 a 1. El director técnico del Club Correos fue a casa, otra vez a hablar con mi viejo. Le dijo que me iban a dar un puesto de mensajero y que 2 veces por semana yo no iba a trabajar, sino que iba a ir a entrenamiento. Así entré al Correo”.

Comenzó a trabajar el 1° de enero de 1955. “Ese mismo día entramos 3”. Tuvo que llevar 125 telegramas de felicitaciones (“había simples y de lujo”). “Me dieron una cartera, la llevaba llena, también los bolsillos de la camisa y el pantalón. ¡La gente me daba propina! 5 centavos, 2 centavos y además me daban sanguches, biducola, clericó! Y a mí me encantaba! Volví mareado, con 15 telegramas en la cartera”. Nuevamente surgieron las risas y, entre tanta palabra, algunos silencios, porque la emoción también necesita su espacio.

Como pasa con muchos provincianos, Julio se vino a Buenos Aires, mantuvo su trabajo en el Correo y fue a vivir a Lanús, “una ciudad de italianos y gallegos, muy sectarios, la pasé feo. Pero a mí siempre me salvó el fútbol. Yo iba los sábados a un potrero grande donde los tanos jugaban a la pelota. Fui 3 o 4 sábados y no me invitaban a jugar, hasta que un día faltaban jugadores, entonces me dijeron ‘morocho, ¿juega?’. A partir de ahí me llamaron siempre”.

Trabajaba y estudiaba y eso se lo permitió el Correo, institución que recuerda con gratitud: “El Correo fue algo maravilloso; uno iba ascendiendo por capacitaciones; yo hubiera podido ser director porque existía la trayectoria. Como trabajaba 6 horas, eso me permitió ir a la facultad. Cuando me recibí, me reubicaron como psicólogo laboral”.

A Salta volvió después de 25 años, quizás, gracias al Correo. “Un día estaba yendo al 6° piso, donde estaba el comedor, se me cruzó un barbudo y con tono provinciano me dijo ‘disculpe que lo moleste, ¿usted es de aquí? ¿dónde está licencias?’. Me contó que tenía un expediente que hacía tiempo no se movía. Le pregunté si era salteño, del distrito 18. Respondió que sí. Le pregunté cuál era su nombre, ‘¿para qué querés saber mi nombre?’, ‘por ahí nos conocemos, porque yo trabajé en el distrito 18 cuando era chango’. El tipo me mira y me dice ‘vos sos Julio Maiza’, ‘y vos sos Bigote Calderón’, le respondí. Era uno de los 3 que entramos el 1° de enero del 55”.

Semejante reencuentro había que festejarlo: fueron a Bachín, luego a la casa de Julio. En diciembre, Julio recibió una carta certificada donde se lo conminaba a ir a Salta; su remitente: Antonio Bigote Calderón.

“Me había ido peleado con Salta. Volví 25 años después. Antonio tenía una peña, había juntado a un montón de compañeros del Correo. Cuando entré, don Cayetano Saluzzi estaba cantando una zamba: ‘Cuando vuelvo, solo y triste, guitarreando, siempre me encuentra un buen amigo en Salta’, en ese momento, me curé del desarraigo”.

 

Los pájaros saben

Habitando la huertita de Benavídez, muchas experiencias lo contactaron con su niñez. “Con el excedente que teníamos, hacíamos trueque y eso a mí me gustaba porque lo había vivido en mi niñez. Mis padres no manejaban plata, sólo tenían dinero cuando iban al mercado de la ciudad a vender choclos, zapallos, cayote, sandía. Mi mamá se ocupaba de eso y yo la acompañaba; mi padre se dedicaba al monte”.

Y al monte volvió un día Julio, de la mano de dos argentinas que habían visto morir muchos niños cuando la época del cólera. “Ellas se habían ido a vivir a Europa y allí armaron una fundación para ayudar a los pueblos originarios. Me contactaron para ir a Salta y les dije que iba con la condición de que la comunidad determinara lo que ellos necesitaban. Fui por un mes y me quedé cuatro”.

Llegaron a Santa Victoria Este, en el chaco salteño. Allí, la comunidad wichi los recibió con la desconfianza propia del que tiene grabado en su ADN el desprecio, el abandono, el engaño, la traición.

“Después de 15 días, el cacique, Tiluk, me invitó a cortar leña. En el monte, me preguntó ‘¿ustedes qué quieren de nosotros?’. Le dije que las señoras habían estado en el hospital de Santa Victoria y habían vuelto muy mal a Buenos Aires porque vieron cómo se morían los chicos por el cólera. Le expliqué que ellas querían ayudar y ellos tenían que decir qué necesitaban”.

En el camino de regreso a las casas, se escuchó un ruido. Julio preguntó qué era. Tiluk le explicó que era un pájaro que les estaba advirtiendo que corrían peligro. “Sacó el machete, empezó a cortar las ramas y aparecieron dos víboras enfrentadas. Me dijo que me quedara quieto, cortó una rama larga, guardó el machete y fue hacia las víboras, les empezó a silbar y las víboras se fueron”.

Julio quiso saber cómo sabía el pajarito que estaban en peligro. “Ese pájaro, si hace un sonido largo, avisa que hay peligro; si canta rapidito, es porque está contento y nosotros también estamos bien. Ellos saben, los espíritus estamos todos interconectados. Nosotros, antes de ser personas, fuimos animales”, le dijo el cacique.

Para decidir qué necesitaba la comunidad, Tiluk se reunió con tres ancianos. “Propusieron un montón de cosas, hasta que las mujeres dijeron que se podía hacer un taller de artesanos de la comunidad”. De esa manera tendrían ahí las herramientas para todos y unificarían precios para no competir entre ellos y evitar la especulación de los citadinos. Así surgió el taller para artesanos (y una mujer gritó “y artesanas”), que se inauguró el 7 de agosto de 2005.

Con el tiempo, el taller se transformó en el Centro Cultural Tewok y la comunidad pudo resolver algunos problemas. “En las escuelitas de los distintos poblados, los maestros eran únicamente criollos, pero el 80% de los chicos son indígenas que no hablan castellano. Entonces repetían y repetían, entraban con 6 años y terminaban con 16, si llegaban, porque la mayoría abandonaba. Los maestros decían que los chicos no tenían capacidad, pero en realidad eran ellos los que no tenían capacidad para aprender el idioma wichi. Ahora se logró que se capaciten personas de la comunidad para ser auxiliares docentes y, además, encargarse de un apoyo escolar”.

Los niños tenían que enfrentarse a contenidos totalmente ajenos a ellos; tampoco tenían libros de lectura en lengua wichi. En el 2011, Abel Mendoza, hijo del cacique Tiluk, editó el libro Lhá Lhamtes, para el primer nivel, con dibujos realizados por los mismos estudiantes. Como es necesario reeditar el libro, editar su continuación y festejar los 10 años del Centro Cultural Tewok, la fundación Lazos Solidarios, de San Fernando, ya empezó a organizar un festival solidario. Por eso, esta historia no termina acá.

 

Foto: Tapa del libro editado por Abel Mendoza

Deja una respuesta