Grandes maestros de carpintería y de vida

, Historia
El Negro Acuña, sentado en el extremo derecho

Escuela de Artes y Oficios Don Orione. En 1964, Juan Ignacio Acuña ingresó a la escuela de carpintería de Don Orione. Su idea era estar un año, pero el trabajo con la madera lo fascinó. Tiene un gran recuerdo de su maestro Humberto Grimi y del director de la Escuela, Santiago Cerruti.

        Muchos tigrenses pasaron por la Escuela de Artes y Oficios de Don Orione. Uno de sus egresados, el Negro Acuña, asegura que en la fachada decía: Escuela Gratuita de Artes y Oficios.

        “Don Orione fundó la escuela para los chicos humildes, los chicos de la calle”, dice Juan Ignacio Acuña, deseoso de que se reinstale algo parecido.

        Acuña ingresó en 1964, con 13 años. “Fui a rendir a la Ford, no me dio el puntaje y no pude entrar. Como quedé sin vacante en los industriales de la zona, empecé en Don Orione en carpintería, con la idea de pasarme al año siguiente para estudiar mecánica. Pero empecé a hacer los ensambles, la percha, la valija, el taburete y se terminó la mecánica”.

        El Negro Acuña se enamoró de la carpintería y, hasta hoy, sus días transcurren entre tablas y aserrín.

Observados permanentemente

        A la escuela se ingresaba a las 07.45 y a las 11.30 volvían a sus casas a almorzar; 13.30 retornaban para partir a las 17.30. Los que vivían muy lejos, llevaban vianda y se quedaban a comer en la escuela. En los extremos del día, todos los alumnos rezaban.

        Con mucho afecto recuerda a su maestro Humberto Grimi y al director, sacerdote Santiago Cerruti.

        “Yo acompañaba al padre a hacer las compras. Íbamos a un aserradero en Luis Pereyra al fondo. Ahí compraba pino Brasil, 20 tablones y quería que le regalaran 40. Y le regalaban. Mientras él estuvo, siempre hubo madera de buena calidad”.

        La admiración de Acuña por Santiago Cerruti permite que supere su extrema exigencia: “Frente al colegio vivía el Dr. Pegoraro, tenía hijas y un día dos compañeros se pusieron a hablar con ellas. El padre tenía en el 1° piso la cocina, que daba a Cazón. Los vio. Cuando volvíamos de comer, el padre estaba sentado en un sillón de director con una bandeja porque comía fruta. Todos íbamos y lo saludábamos. Cuando entraron los que estaban hablando con las chicas, fueron a donde estaba el padre que se paró, les dio un cachetazo y los mandó a la columna. La penitencia era estar parado en la columna”.

        La mirada de Santiago Cerruti se extendía varias cuadras más allá de la escuela: “Cuando salíamos del colegio, el director también salía, tomaba el colectivo, hacía unas cuadras y se bajaba. Volvía caminando al colegio en sentido contrario a nosotros y observaba que no estuviéramos fumando o molestando. Cinco cuadras a la redonda no se podía ni parar a hablar con una chica!”.

        Acuña asegura que siempre tuvo conducta sobresaliente, aunque los amigos dicen que él era el que hacía más macanas. La penitencia que los maestros ponían era barrer el taller al final del día.

        Por supuesto, Acuña jamás le contestó a su maestro, pero una vez en 4° año, se le escapó una contestación, por lo tanto pensó que se había hecho merecedor de la penitencia. “Al final del día, me quedé en la galería y cuando todos se fueron, me acerqué al maestro y le pedí disculpas”. El maestro lo palmeó y lo disculpó.

        Ya recibido, Acuña instaló su propio taller. Allí recibía la visita de su maestro que, cada vez que veía una nueva máquina, le decía: “Negro, ¿a quién jodiste?”. El discípulo lo recuerda entre sonrisas y con orgullo cuenta que, por sus compañeros, supo que, para el maestro, él era un ejemplo. “Yo de la nada, fui creciendo”. (continuará)

Por Mónica Carinchi

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