¿Y la justicia?

De qué hablamos cuando hablamos de inseguridad. Poblaciones con destino incierto, humillados, empobrecidos, enloquecidos por el consumo frenético, todos conviven en las grandes ciudades. A partir del neoliberalismo, productor de desigualdades socioeconómicas, el delito callejero fue considerado inseguridad ciudadana, un argumento para vender protección. Algunos apuntes para la reflexión.

        “A la mañana/ resistir bajo la gotera interminable/ y el techo remendado/…/ hoy tampoco hay zapatos ni changas/ tampoco deja de llover…”.

        Las changas se hicieron el trabajo habitual de miles de argentinos a partir de la década del 90. Las goteras, el techo remendado y los zapatos y el alma gastada se transformaron en espinas cada día más profundas cuando el modelo neoliberal empezó a deglutir las seguridades cotidianas de las familias argentinas: empleo formal, educación, salud, vivienda digna.

        El eslogan (y la política) de la última dictadura cívico-militar, “achicar el Estado para agrandar la Nación”, ya había encaminado a grandes sectores de la población hacia la desorganización de sus vidas, mientras los capitales financieros revoloteaban como las aves de rapiña. Finalmente, de la mano del menemismo, capitales transnacionales se quedaron con las empresas que habían sido orgullo de muchas generaciones de argentinos.

        En un proceso de décadas, las condiciones de vida -materiales y morales- de los trabajadores comenzaron a degradarse. En tanto, se fueron organizando delitos económicos (de los que harían su agosto empresarios y políticos, bien cubiertos por los distintos aparatos del Estado que siempre actúan como defensores de los intereses de las élites) que se ocultaron tras los titulares de los medios de desinformación cómplices: la violencia urbana, es decir el delito callejero, se instaló en todas las pantallas, asociado, obviamente, a los sectores empobrecidos y marginados. Nacía así el concepto de inseguridad ciudadana.

        Paralelamente, la sociedad de consumo se fue perfeccionando en sus mecanismos generadores de deseo, estimulando la compra frenética de objetos muchas veces innecesarios que aumentan las ganancias del capitalismo transnacional y conducen al colapso de los ecosistemas.

        Los ninguneados se fueron quedando sin trabajo, sin educación, sin vivienda, sin sistemas de salud, sin territorio y sin agua (como ejemplo, ver la película También la lluvia, de Iciar Bollaín). Y los sectores medios iniciaron una carrera enloquecedora, subidos al tren del libre mercado, la competencia y el rendimiento.

        Las diferencias socioeconómicas escalaron; las ciudades crecieron por la llegada de sectores desplazados de sus territorios que, al menos en los tachos de basura, encontraban comida. En las grandes urbes, segmentadas, la desigualdad alimenta la violencia que, a su vez, es avivada desde los medios de desinformación y aprovechada por los “empresarios” para vender cámaras de control, personal de seguridad, armas, barrios cerrados.

        Enloquecidos los empobrecidos porque son cada vez más humillados; enloquecidos los sectores medios porque temen la caída; todos esperan un acto de justicia que nunca llega.

        Caídos en absoluto descrédito, todos los niveles del poder judicial, así como las fuerzas de seguridad, están impedidos de ejercer autoridad legal y legítima; sólo el temor a la fuerza bruta y la impunidad, les permite su accionar. Sin embargo, las cárceles se van llenando de nadies que, cuando logran salir, están fortalecidos en métodos delictivos. La sociedad, en tanto, se siente cada vez más expuesta y vulnerable, ya que el recelo en la institucionalidad se expande y aumenta. En este clima, los políticos de la demagogia piden más penas, más cárceles, más armamento.

        Y, entre los ciudadanos, crece la apatía y el desinterés por generar mejoras en su entorno, pues respiran el aire infectado por los negociados de empresarios impunes que, a veces, juegan a políticos, corrompiendo el presente y el futuro.

        Si las violencias generadas por las élites económicas no son sancionadas, entonces las violencias nacidas por abajo no pueden ser controladas ni con cárcel ni con taser. Sólo un Estado que asegure la convivencia con políticas públicas de inclusión, reparación de todas las humillaciones, respeto por los derechos humanos e instancias de participación ciudadana efectivas, podrá restablecer un clima de confianza entre los ciudadanos y ciudadanas y las diversas instancias del sistema democrático. Así, dejará de llover y un refrescante día nacerá.

Por Mónica Carinchi

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