Ricardo Rossi, el maestro platero

Disfrutar de lo que se hace y transmitirlo. Encorvado sobre su mesa de madera, va explicando cómo se realiza una obra desde el dibujo hasta el más pequeño detalle. Con entusiasmo, cuenta también cómo se inició en el oficio.

 

Hace 68 años que salen de sus manos hermosas piezas de platería y 25 que da clases a todos aquellos que quieren conocer el arte de transformar el metal. Don Ricardo Rossi, el gran platero, vecino de Don Torcuato, inició casi por casualidad ambas actividades.

En su taller, donde tiene un horno de barro, una parrilla, una salamandra, dos mesas de madera atravesadas por el tiempo y múltiples herramientas, nos contó cómo hace sus piezas y varios episodios de su vida. “Mientras en el grabado van saltando pedacitos que ‘sobran’, en el cincelado no se pierde nada, va levantándose la figura”, explicó.

Para los cuchillos utiliza hojas tandileras, ya que son “muy buenas, porque allá hay un temple natural. Ponen las barras de acero al aire libre y la lluvia, el sol, le van dando un temple especial” y aprovechó para aconsejar que, después de comer un asado, para que el cuchillo se conserve bien “no hay que lavarlo, conviene pasarle un trapito, ponerle un poco de vaselina sólida y así se guarda”.

Sobre la mesa fueron apareciendo tabas, pulseras, boleadoras para desfilar, hebillas, rastras; fotos y muchos recuerdos. Las dos veces que participó en los Torneos Bonaerenses, ganó: la primera vez, con una pava con hornillo; la segunda, con una daga.

 

La mejor decisión

“Había terminado 6° grado y era muy difícil decidirse! En esa época estaba de moda la barra de la esquina, nos juntábamos unos 10 o 15 pibes. Entre las cosas que charlábamos, yo les decía que estaban por empezar las clases y no sabía qué hacer. Uno me dijo que me anotara en el colegio donde iba él, la escuela Raggio”.

A don Ricardo la idea no le gustó porque había que rendir examen; pero el amigo le hizo otra propuesta: “Entonces me dijo que me anotara en un curso de cincelado y grabado, de un año; si me eximía, podía elegir la carrera que quisiera sin dar examen. Ahí me animó”.

Empezó en 1944, cuando la institución se llamaba EMAOR, Escuela Municipal de Artes y Oficios Raggio, y en sus paredes todavía había agujeros de los proyectiles que un año antes había disparado el ejército contra la marina.

“Usábamos camisa celeste, saco con un escudo grande, corbata, pantalón gris con un vivo azul abajo y zapatos negros. Tenía que ir por la calle como un señorito, si a uno lo agarraban haciendo algo, le ponían una suspensión o lo expulsaban”.

Con vívida emoción recordó su primer día de taller: “El maestro empezó a sacar herramientas y se puso a hacer una hojita de malvón. Todos lo rodeamos, lo mirábamos asombrados, la hojita iba apareciendo, a mí me parecía que no podía ser!”. Cada figura que hacía, era para los alumnos una sorpresa y un desafío: “Un día hizo un tigre, ah!, cuando ya lo estaba terminando, el tigre tenía pelo, melena, yo me preguntaba cómo iba a hacer yo”.

El maestro se llamaba Juan Trotta y don Ricardo destacó que les transmitía “confianza y amor por lo que hacía”.

Finalmente llegó el momento en que los estudiantes tuvieron que demostrar lo aprendido: para el día de la madre debían hacer un regalo. Ricardo hizo su primera pulsera calada que le obsequió a su hermana quien lo cuidó desde que él tenía 7 años.

 

A enseñar

Ya egresado de la escuela Raggio, consiguió su primer trabajo en la Capital Federal: “Yo vivía en Martínez, tomaba el colectivo hasta el tren, en Retiro tomaba el subte a Constitución y ahí hasta Boedo, donde caminaba 3 cuadras hasta el taller de platería Corsini y Cía. Salía de mi casa 5.30 para llegar casi a las 8. Y en el verano, volvía a mi casa a almorzar, en 25 minutos salía otra vez al taller. Antes todos nos esforzábamos”.

Con el tiempo se puso su propio taller, porque “en la época de Perón se trabajó muchísimo”.

Ya con muchos años de experiencia, hizo una muestra en el Palais de Glace que incluyó la realización de una obra ante el público. Entre toda la gente, se destacó una maestra: “Les fue explicando a sus alumnos lo que yo hacía y cuando terminó, me preguntó dónde enseñaba. Yo le dije que no enseñaba. Ella se asombró y me dijo que era una pena porque el día que yo no estuviera más, eso desaparecería. Me mató. Le dije que nunca se me había ocurrido. Tiempo después, le dije a mi señora que esa mujer me había hecho pensar, que me sentía como un egoísta y decidí empezar con las clases”.

Primeramente lo recibió una sociedad de fomento cercana a su casa; luego continuó las clases en su propio taller, donde apareció “una lluvia de alumnos” que aún perduran.

Algunas de sus piezas han viajado muy lejos: uno de sus cuchillos fue comprado como regalo para Fidel Castro; un mate de novios se fue a China como obsequio de casamiento.

Don Ricardo no lleva la cuenta de las horas que pasa en su taller, porque tiene grabada la enseñanza de su maestro: disfrutar de lo que se hace.

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