La pintura de Tomás Otero: Grandes dimensiones, mucho color y compromiso con el oficio

En un taller habitado por el silencio y la luz natural, el artista plástico sanfernandino hace un repaso por su obra y por la impronta que dejó en él haber sido el último discípulo de Guayasamín. Cada cuadro genera una pregunta y reclama tiempo para su contemplación. Para conocer su obra www.tomasotero.com.ar o @tomasOtero.

        Muchos jóvenes sueñan con calzarse la mochila y salir a recorrer América. Tomás Otero lo hizo, con una mochila pequeña, un manual de antropología peruano muy grande, un cuadernito donde hacía dibujos y un mandato de su tía: “Si vas a Ecuador, no dejes de ir a verlo a Guayasamín”.

        El primer lugar donde recaló fue La Paz, Bolivia, y como su vocación era ser artista plástico, rápidamente se topó con el atelier de Alberto Medina Mendieta a quien le comentó que encontraba en su obra influencias de Guayasamín. “Claro, lo admiro”, le respondió Medina Mendieta y le contó que, en 1993, había pasado varios meses en la casa del pintor ecuatoriano. Seguramente advirtiendo algo especial en Tomás, le dio una carta de presentación para Pablo Guayasamín, hijo del gran maestro y director de la Fundación Guayasamín.

        Otero continuó su camino por el continente mestizo en busca de una identidad fundante. Anduvo por selvas y montañas y llegó a Quito, capital del Ecuador. Fue a la Fundación Guayasamín el día que el maestro presentaba en conferencia de prensa su proyecto Capilla del Hombre. Pablo Guayasamín lo invitó a participar del evento, luego le presentó a su padre. La carta que le había dado Alberto Medina estaba perdida entre las páginas del manual de antropología. Pero Oswaldo Guayasamín también advirtió algo en Tomás Otero y lo invitó a verlo dos días después.

El asistente

        En los bajos de Victoria, el taller-casa de Tomás Otero es una muestra de los distintos momentos de su obra, que se inicia profesionalmente a fines de los 90. En muchos de los cuadros se ve la influencia de Guayasamín. “Alguna vez le comenté al maestro que tenía ganas de renunciar porque estaba pintando como él y me dijo que con el tiempo iba a pasar. Yo no me daba cuenta de que era un privilegio tener esa influencia. ¡Quién no se influencia de su maestro! La cuestión es quién es el maestro”, reflexionó Tomás.

        Todo el realismo mágico se congenió para que el deseo de la tía de Tomás se concretara aquella tarde de 1997: Oswaldo Guayasamín le propuso a aquel joven de 19 años ser su asistente personal.

        Su trabajo como asistente fue “ampliar bocetos a escala mural, acercarle colores, el andamio, limpiar los pinceles y poner música”. Y desde luego ser testigo del proceso creador de un genio de la pintura. “El boceto de El toro y el cóndor no es como finalmente quedó. Hubo un momento en que no le cerró y cambió la postura de la cabeza del toro. A mí me sorprendió cómo pudo ver la modificación sin rearmar todo el boceto. Después, yo lo comparé con un músico que escribe una sinfonía para varios instrumentos y los escucha en su cabeza”.

        La creación de ese gran mural fue acompañada por Schumann. “Fueron meses de escuchar a Schumann a todo volumen”, recordó Tomás. Cuando el maestro no estaba o llegaba tarde, era el discípulo quien elegía la música. “Una vez, yo había puesto Bob Marley. Oswaldo entró con un periodista y le habló de la música de la negritud. Yo no sé si había escuchado alguna vez a Bob Marley, pero tenía buen oído y se dio cuenta del origen africano”.

        En la discoteca de Guayasamín había música de toda América porque “era fanático de todo lo tradicional”. Por esto, cada vez que había una fiesta típica, le recomendaba a Tomás que fuera. “Era amante de la cultura popular. Participó de las tertulias del 40 y del 50 con músicos y poetas populares. Incluso la famosa canción Vasija de Barro se hizo a partir de una obra suya”.

La abstracción

        Los trabajos de Tomás Otero son, en general, de dimensiones importantes. Si bien algunos incursionan en la figuración, sobresale lo abstracto. “Fue tan fuerte la marca Guayasamín en mi formación que no me podía encontrar. Creo que saliéndome de la figuración encontré un camino más personal”, sostuvo Tomás. “La figuración tiene una decodificación más fácil y la pintura abstracta aparece como más exclusiva. Eso me generó una disyuntiva porque mi obra siempre tuvo un sentido de crítica social que es lo que me llevó a la obra de Guayasamín. Mi obra fue figurativa en sus inicios, figurativa guayasaminesca en el período ecuatoriano y a finales de mi estadía en Ecuador empiezo a buscar otra cosa. Ir saliendo de la figuración me ayudó”, reiteró.

        Lo último que Guayasamín le encomendó fue restaurar El toro y el cóndor que había sufrido un pequeño deterioro por haber quedado a la intemperie. Luego partió a USA a hacerse estudios médicos y murió en el aeropuerto de Baltimore esperando el avión de regreso a Ecuador. Tomás formó parte de la ceremonia en la cual enterraron la vasija de barro con las cenizas de Guayasamín. Terminó, entonces, su etapa de discípulo.

        Ahora, 20 años después, en su taller, en el cual da clases y expone su obra, se puede ver, entre otras cosas, un paisaje urbano, abstracto, en blanco y negro; flores, que no son copias de flores; autorretratos y paisajes de Tigre donde no se reconoce ningún lugar específico, pero el movimiento de las pinceladas remite, inevitablemente, al movimiento vivificante del agua que se contagia a las copas de los árboles y al espíritu de todos los que se sumergen en la pintura de Tomás Otero.

Por Mónica Carinchi

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