Una vida con paso firme

Una sanfernandina que no podría vivir lejos de Constitución. Vive en el mismo lugar que la vio nacer, sobre avenida Libertador, donde antes los vecinos sacaban la silla en las noches de verano. Estudió en el Normal de San Fernando, luego se recibió de bibliotecaria y tiene su título firmado por Jorge Luis Borges. Después de 40 años dedicados a la docencia, se jubiló y entonces empezó a hacer todo lo que siempre se deja para después. Para Graciela Croses nunca llega la edad pasiva.

        ¿Quién recuerda que las alumnas del Misericordia de San Fernando acompañaban el uniforme azul con un sombrerito bombé? ¿Quién guarda la imagen de las pupilas del mismo colegio arrodilladas lavando la escalera de mármol? ¿Y quién conserva la vivencia de hace apenas 60 años, cuando en los días de invierno, la penumbra se apoderaba de las calles sanfernandinas porque sólo había bombitas en los extremos y en la mitad de las calles?

        Todo está en la memoria de Graciela Croses, una vecina sanfernandina que nació y sigue viviendo en la casa que construyó su abuelo español, Sisenando Negro, a principios del siglo 20.

        Después de haber trabajado 40 años en la docencia, haber llevado adelante su hogar, haber criado 4 hijos, ahora Graciela está jubilada y tiene tiempo, entre otras cosas, para tomar un cafecito y hacer un repaso por su vida, entrelazada con el barrio.

La silla en la vereda

        El abuelo vivía en un pueblo cercano a Valladolid y “tenía tierras y ovejas, pero el rey cobraba impuestos altísimos, así que todos los años la familia tenía que vender un pedazo de campo para pagar los impuestos. Entonces, como tenía un primo en Argentina, se vino para acá”.

        El viaje en barco, en tercera, duró 3 meses. Cuando llegó al puerto de Buenos Aires, Sisenando no pasó por el Hotel de Inmigrantes porque aquí tenía familiares que le daban hospedaje. “Vino sin nada, pero trabajó, se casó y pudo construir dos casas, una en San Fernando y otra en Victoria”.

        Sobre Libertador, frente a la casa quinta de Rafael Obligado, don Sisenando construyó una casa chorizo, con parra en el patio; la familia creció allí y cuando su nieta Graciela se casó, decidió con su esposo quedarse ahí mismo, porque el barrio tira. “Soy la más antigua del barrio, pero no la más vieja”, dice Graciela con una sonrisa muy simpática.

        El abuelo nunca se nacionalizó argentino, quizás porque tuvo la ilusión de volver a su patria, bajo una condición: “después de la muerte de Franco”. Y el dictador murió, Sisenando lo sobrevivió, pero nunca regresó. “Tengo cartas donde le piden hilo para coser”, cuenta la entrevistada, agregando que, una vez terminada la guerra civil española, la vida fue muy dura para todos.

        Aunque Libertador fue siempre una avenida, los vecinos igualmente sacaban la silla: “En las noches de verano, la gente se sentaba en la puerta. Uno conocía toda la cuadra (de Libertador) y toda la cuadra de Sarmiento. Eso era el barrio. Hoy, casa por medio, ya no sé quién vive. Antes era una familia grande, todos se conocían, charlaban”.

        Las costumbres cambiaron y últimamente Libertador dejó de ser empedrada. Sin embargo, hay algo que no cambió: “Por acá siempre pasó el 60”.

        Cuando Graciela era pequeña, viajaba en el Tren del Bajo, hoy tren de la Costa. “Era hermoso, desde el tren se veía el río y a la altura de Olivos, el río llegaba a la vera de la vía. El terraplén era mucho más alto, así que el tren nunca paró por inundación. Cuando lo sacaron, en época de Frondizi, mi abuelo decía ‘en ningún país se saca el ferrocarril, para que un país avance, tiene que tener tren’. Ahora el río no se ve, porque se le ganó mucha tierra”. Lamentablemente tampoco se ve el avance de nuestro país.

Llegó la jubilación y las maratones!

        Que a principios de los 50, una niña fuera el jardín de infantes, era una rareza, pero la madre de Graciela logró que ingresara al jardín que sigue estando en Libertador e Ituzaingó. “Estuve con la señorita Maruca”, recuerda con ternura. “Íbamos con guardapolvo y en el jardín nos poníamos mameluco”.

        De pequeña veraneó muchos años en San Clemente, pues su papá era patrón de draga y trabajó mucho tiempo en Punta Rasa. “Íbamos en micro hasta Dolores, hacíamos noche y de ahí, todos parados, en un camión del ejército hasta San Clemente, porque todos los caminos eran de arena”.

        El primario lo hizo en la escuela 1 y el secundario en el Normal. “Siempre quise ser maestra”. Cuando se recibió, sólo había trabajo en la isla y en su casa dijeron “no”, entonces, como un amigo de su padre dijo que “la carrera del futuro es bibliotecaria”, comenzó en la vieja Biblioteca Nacional. “Nos recibimos 13 mujeres y un solo muchacho. Tengo el título firmado por Borges, que era el director de la Biblioteca”.

        Su primer trabajo fue en la Facultad de Arquitectura donde estuvo 5 años y como ir de San Fernando a Ciudad Universitaria era una pequeña excursión, renunció cuando nació su segundo hijo. Luego trabajó en la biblioteca Madero: “Me vinieron a buscar. Muy linda biblioteca, una joya para San Fernando. Tiene libros importantísimos”.

        Fue profesora de inglés en el Marcos Sastre de Tigre; maestra en San Fernando y, finalmente cuando se creó el cargo de bibliotecaria, ingresó en la escuela 1, donde estuvo 23 años hasta que se jubiló. “Los últimos 5 años fui capacitadora. El broche de oro de mi carrera”.

        Graciela asegura que “libros y niños es la combinación perfecta, porque con un niño el libro cobra vida”.

        Ya jubilada empezó a tomar clases de pintura con Beatriz Lecumberri; también a hacer actividad física: “Le dije al profe ‘no me hagas correr’, me dio ejercicios y un día me dije ‘me está haciendo correr sin que yo me dé cuenta’”. El entrenamiento resultó tan bueno que Graciela corrió una maratón en San Martín de los Andes y también los 10 kilómetros de Tigre. Viaja mucho y lo disfruta, pero regresa a su casa con alegría porque jamás podría vivir lejos de Constitución.

        Los idiomas le encantan: sabe inglés, francés y, en pandemia, terminó el curso de italiano, en este caso por un interés especial: un hijo fue a vivir a Italia y es papá de una italianita que tiene un año y medio.

        Graciela cuenta con orgullo que sus cuatro hijos son profesionales y todos estudiaron en la educación pública. Ellos también están orgullosos de tener una mamá que no para un minuto y junto con el Gordo formaron una familia muy feliz. 

Por Mónica Carinchi

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