“Recibí mucho de la vida”

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Laburante, coleccionista  y artista vocacional. Con humor y nostalgia, Lorenzo Estecha hace un repaso por su historia que también es la historia de Tigre y el Canal.

 

Cuando el asfalto se entrecruzaba con el adoquinado y las calles de tierra, allá por 1937, nació Lorenzo Estecha en la cama número 6 de la maternidad vieja de Tigre.

Pasó su primera infancia en “una casilla en Victorica entre Tacuarí y Olivera César, más vieja que el Museo Naval, tanto que un día mi padre estaba atendiendo a un tal José González, que después tuvo un piringundín en el Canal, y se defondó el piso. Entonces mi papá, que en dos años no había pagado el alquiler, le dijo ‘tú te quedas ahí que eres el cuerpo del delito, ya voy a buscar al dueño’”. La caída de don José González sirvió para validar los años de ausencia de pago.

Por aquel entonces, muchos andaban a caballo, incluso la madre de Lorenzo, doña María del Carmen Morales: “Fue el nacimiento 110 de Saladillo, en 1897. Creo que aprendió a montar porque mi tío era asistente del general Elizalde, entonces, como no tenía que pagarle, cuando venía la caballada, se la hacía domar a mi tío y después, seguramente, lo seguía mi madre”.

En 1908, la familia Morales se trasladó a la isla y sobre el Carapachay, el abuelo materno de Lorenzo abrió un vivero, El Paraíso.

Por otra parte, su padre, Bonifacio Estecha, llegó a Argentina para el Centenario. En el barrio del Abasto se empleó como oficial de peluquería y tuvo la suerte de cortarle el pelo a Carlos Gardel. También él se mudó a Tigre, instalando una peluquería en la esquina de Carlos Pellegrini y Olivera César, “donde le cortaba el pelo a Luis Fourcade”, comentó Lorenzo, quien – además de recitar larguísimos poemas – conserva en su memoria historias y personajes que hace revivir una y otra vez.

 

Coleccionista de recuerdos

En la casa de Lorenzo conviven sillas del bar de Albani, ese que estaba en Colón y Belgrano, en San Fernando; cuadros colgados en la pared y otros esperando turno arriba de algún sillón; yerberas de variadísimos diseños y colores; fotos, revistas, frascos de dulces caseros. Según Lorenzo, de afuera, se lo puede ver como “coleccionista o juntador de mugre”, pero lo cierto es que, todo junto, es el mejor marco para una tarde de recuerdos.

Lorenzo quedó huérfano de padre a los 8 años; la familia se mudó a Canal y él comenzó a ayudar a su madre, aunque ella nunca se lo pidió.

El Canal de aquellos años estaba lleno de vida y por ahí andaba Lorencito, metiéndose en los piringundines – en las horas permitidas; escuchando conversaciones de los más grandes herradores; corriendo con sus pantalones cortos detrás de algún carro lechero y regresando al conventillo de Colón 1482 donde su madre alquilaba una pieza que daba a la vía muerta. “El dueño era Rafael González, que vendía churros en la feria franca, ese lugar que ahora se está demoliendo”.

“En Canal había una familia griega que vendía bolsas de maní. Yo iba a comprarle dos kilos de maní para pelar y después vender, entonces él me decía ‘haceme la gauchada de juntar los que están en el suelo, porque los van a pisotear, qué favor que me hacés’ y me los regalaba. Recibí mucho de la vida, sin decirme que me ayudaban”. En este recuerdo va el agradecimiento de Lorenzo a la familia Brongistino y a muchos otros que, sin hacérselo notar, lo ayudaron de manera sencilla y espontánea.

En la herrería de Santiago Hernández, Lorencito “daba vuelta la fragua, espantaba las moscas, pintaba los vasos de los caballos”. Quizás allí se inició su amor por tan noble animal.

Cuando no lustraba botas, voceaba el diario Democracia, siempre a contraturno de la escuela primaria porque su madre quería que estudiara.

A los 13 años empezó de cadete en Bonafide: “Estaba por Mitre, cerca de la rotonda. Un día levantábamos el pedido y al otro lo repartíamos. Íbamos en bici hasta Talar de Pacheco que estaba lleno de viveros y siempre me regalaban algún ramo de flores y como yo ya estaba noviando….”. Por ese entonces, Lorenzo cobraba 300 pesos.

Luego repartió carne: “Por donde hoy están los barrios privados, estaba lleno de quintas. Había que bajar, abrir la tranquera, pasar, cerrar la tranquera, porque si los caballos que estaban en la calle, entraban a la quinta, me degollaban”.

El 2 de enero de 1956, con 18 años, empezó a repartir querosén: “Trabajaba para la Esso. Al geriátrico García le llevaba el combustible y nunca cobré un peso porque yo no les quise cobrar”.

Ese tiempo de laburante lo amenizó haciendo teatro vocacional, bailando danzas folclóricas y, hasta el día de hoy, recitando.

Actualmente, hace riquísimas mermeladas y salsa boloñesa para los amigos – en cantidades exageradas; acondiciona la huerta para el verano; y, cuando se acercan las fiestas navideñas, se dedica a preparar pan dulce, que, asegura, no tiene igual.

Este 22 de diciembre, Lorenzo Estecha está de cumpleaños y los ángeles de la amistad se convocarán nuevamente para brindar por muchos años más.

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