“Era un hombre solidario y pacífico”

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Haroldo Conti, un vecino del arroyo Gambado

A inicios del ´50 comenzó a frecuentar el lugar. Teresa Giacobone compartió muchos momentos con el escritor. Lo recuerda como un hombre sencillo y amante de la naturaleza.

Muchos visitantes y también muchos pobladores del delta pasarán al lado de un árbol y sólo verán eso, un árbol. Pero, cuando un hombre es “un soñador de la isla”, entonces, al observar un árbol sentirá que “un día de un viejo árbol es un día del mundo”. Ese fue Haroldo Conti, que encontró su lugar en el mundo en una isla del delta, sobre el arroyo Gambado. “No faltaba ni un solo fin de semana”, cuenta Teresa Giacobone, la vecina de Haroldo que todavía vive en el Gambado.

Cuando el escritor comenzó a frecuentar la isla, a inicios de la década del ´50, “esto era muy agreste, tan fascinante”, recuerda Teresa y señala el lugar donde había un caminito que “él no quería limpiar porque le encantaba ir entre el medio de las ramas y los yuyos”. Por ese caminito iba hasta su casa, en el fondo, lejos de la costa. Y, quizás, desde la ventana de su dormitorio veía que “cuando el sol declina y se mete entre las ramas, el álamo se enciende como una lámpara verde”.

Haroldo llegaba los sábados a la isla en un bote del TBC y cuando bajaba, los perros de Teresa iban a recibirlo porque “le encantaban los perros, los fines de semana se la pasaban más con él que en nuestra casa”. Esos días remaba, caminaba, “tenía un grabador y le gustaba grabar el gorjear de un pájaro, el viento, a mi marido le pedía que cortara un árbol así escuchaba el ruido de la sierra, el estallido de la caída del árbol”. Seguramente, él podía ponerse en el lugar de ese árbol caído o de los pájaros que salían disparados, por eso pudo escribir: “Un árbol en verano es casi un pájaro. Se recubre de crocantes plumas que agita como el viento y sube, con sólo desearlo, desde el fondo de la tierra hasta la punta más alta…”. Y como podía ponerse en el lugar del otro, “luchaba por las 6 horas de trabajo porque decía que con 6 horas el ser humano ya daba lo mejor de sí, las 2 horas siguientes ya eran una explotación”, dice Teresa, que confiesa que le gustaba conversar con él porque “siempre tenía una explicación para mis preguntas. Además, era muy buen relator, si él hacía un viaje, cuando volvía, nos contaba todo tan bien, que parecía que uno había viajado a ese lugar”.

El autor de Sudeste era un hombre “muy querido por sus vecinos. Tenía gustos sencillos, le gustaba el tuco hecho en la olla de barro, él me hizo notar que tiene un gusto diferente. Le gustaban mis fideos caseros, el té. Cuando venían sus amigos, comíamos en mi casa y después, a eso de la una de la madrugada, nos íbamos en fila india por el caminito que a él le gustaba, entonces en su casa preparaba puchero y lo comíamos a la luz de la luna”.

En la casa de la isla nunca tuvo muchos libros, porque fundamentalmente le gustaba disfrutar de la naturaleza, “cuando veía un pájaro, lo seguía y lo seguía con la mirada, caminaba, hablaba con los vecinos. Él nunca hubiera puesto candado en el muelle, como hicieron muchos ahora”, refunfuña Teresa y describe al escritor como “un hombre muy solidario y pacífico, nunca lo vi enojado ni lo escuché decir palabrotas”.

Una tarde de otoño, Teresa estaba sentada sobre un banco de madera con Haroldo, “cerca del río, charlando y me dijo ‘voy al fondo a escribir un cuento’. No tardó nada, se ve que mientras estábamos hablando, ya lo estaba pensando. Cuando volvió, me dijo ‘ya escribí, ya tengo para comer toda la semana’”. Así nació “La balada del álamo carolina”. Tiempo después, una oscura noticia entristeció a todos los vecinos: Haroldo había sido secuestrado.

Haroldo Conti nació un 25 de mayo de 1925; “él no tenía la costumbre de festejar su cumpleaños”, dice Teresa, pero, tal vez, este año, hubiese festejado sus 85 años y los 200 años de la patria. Seguramente, ese día, las hojas de todos los álamos del delta susurrarán: “…el hombre se durmió y soñó que era un árbol”.

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