“Buda me premió con una hoja”

Una historia reveladora debajo del árbol Bodhi. A orillas del Ganges, el río sagrado de la India, la vida y la muerte se entrelazan. La espiritualidad alimenta cada hecho cotidiano de los hindúes, que, además, nos sorprenden con prácticas que afectan la vida de las mujeres.

 

        Además de calles superpobladas, las riberas de algunos ríos de la India, especialmente el Ganges, convocan a diario a centenares y miles de personas. “Todo se hace a la orilla de los ríos”, contó Gracia Musfeldt, “hay escaleras y allí se bañan, lavan la ropa, le cortan el pelo a las mujeres que quedan viudas. Debajo de las gradas hay lugar para las incineraciones”.

        Todos aspiran a que sus cenizas sean arrojadas al Ganges, ya que de esa manera “se sale de la rueda de la encarnación, se va a un plano superior”. Para los hindúes, los velorios son una fiesta: “Como creen que, cuando mueren, van a un lugar mejor, no les importa morir, ni les importa que haya muerto el padre, el hijo o el tío. Se puede ver en la calle un hombre muerto y eso no es una tragedia. En la India no hay terapia intensiva, todos quieren ser tirados al Ganges”.

        Los viudos se pueden volver a casar; las mujeres, en cambio, lo tienen vedado: “A las viudas inmediatamente les cortan el pelo, en las mismas escalinatas y nunca más se lo pueden dejar crecer. Las visten de blanco y ya no se casan más, así tengan 12, 30 o 50 años. Van a vivir a un ashram de viudas, no pueden  tener contacto con las demás personas, porque tienen que sufrir la muerte del marido toda la vida. Yo vi a una en el momento en que la estaban rapando, lloraba, sentí que lloraba por ella, no por el muerto”.

        Una vez más, este paisaje urbano nos parece extraño, casi estremecedor: saturados los sentidos por el olor a carne quemada y los llantos de las viudas, se ve pasar por el río una vaca muerta; en la orilla, un hombre haciendo el saludo al sol; más allá, algunos recogiendo con un jarrito agua para beber; otros bañándose, algunos desnudos, otros con el sari, que aprovechan para lavar; más acá, un niño hurgando en el lodo en busca de algún pequeño objeto de oro – aros, anillos, dientes – perteneciente a los últimos muertos arrojados a las aguas. El rescate de objetos de oro es una estrategia de subsistencia que acompaña a muchas otras.

        “Supermercados no hay, todo se vende en puestitos en la calle; en las esquinas, venden jugo de limón y menta, que nosotros no probamos porque los puestos están rodeados de moscas; venden mandarinas, bananas, pero el que logra comerlas es un genio porque los monos, por las calles, le arrancan a uno las bananas de las manos. En la ciudad de Agra estuvimos en un hotel que tiene un patio donde dan todas las habitaciones. Una noche golpeaban, golpeaban, me levanté, corrí la cortina y había un montón de monos en las rejas, golpeando desesperados; habían olido las bananas que teníamos en la habitación”.

        Hay lugares para comer donde los ingenuos turistas piden arroz blanco, pero “cuando uno lo prueba, abre la boca como un dragón, porque, aunque no le agregaron nada, ya el agua está condimentada. Mi compañera pidió una sopa, la olió y le empezaron a caer lágrimas por el picante. No la pudo comer”.

        Hay casas de cambio que también ofician de agencia de viajes y, si bien es difícil de entender, “están llenas de velas encendidas, tienen íconos, hay mucho sahumerio y los empleados se toman su tiempo para rezar”.

        Las sederías, donde se venden los famosos saris, de todos los precios y colores, tampoco escapan a la peculiaridad: “Allí va el más pobre para comprarse el sari más sencillo y también va el rico que se va a casar y le venden unos sacos con piedras incrustadas y el mejor sari para la novia. Allí nos mostraron cómo hacen las telas, las estampan con sellos que van poniendo manualmente, los colores los preparan con los pies. Los más pobres hacen este trabajo o se contratan en fábricas que se vienen abajo, donde cosen, por centavos, prendas para marcas famosas”. Ya hemos informado, en este medio, sobre estas catástrofes así como también sobre acciones internacionales tendientes a defender la vida y los derechos de los trabajadores.

        Los dueños de las sederías también tienen un espacio con velas, sahumerios, flores, ofrendas, es decir que también allí hay un rincón para la espiritualidad.

        Con trabajos que en algunos casos llamaríamos alternativos y, en otros, miserables, los hindúes van haciendo sus vidas que comparten con animales sagrados y también con hombres santos, los sadhus. “A ellos ya no les interesa este plano, están esperando partir para no regresar. Ya no comen, no beben, están todo el tiempo meditando, en una calle, en una montaña; les crece el pelo, tienen rastras y barba, son esqueléticos, pero están totalmente sanos y la gente los respeta muchísimo. Por ser hombres santos no los creman, los envuelven en telas aromáticas y los tiran al Ganges”.

        En India, los templos están abiertos las 24 horas del día: “Al entrar, hay sonidos de cuencos, campanas, velas encendidas. Uno se transporta”.

        Bodh Gaia es la ciudad donde se encuentra el árbol Bodhi, una especie de higuera debajo de la cual Sidhartha Gautama se sentó a meditar, en el siglo VI antes de Cristo, alcanzando la iluminación espiritual y convirtiéndose en Buda. Allí, debajo del famoso árbol de más de 5000 años, estuvo meditando Gracia: “Me atrae la compasión y el amor incondicional del que hablaba Buda. Después de haber pensado en el hinduismo tantos años, estando allá me di cuenta de que soy más budista que hinduista. Y en ese momento, cuando me dije ‘soy budista’, cayó a mi lado una hoja seca. Un monje, sentado a mi izquierda, que también meditaba, me indicó que era mía, que la agarrara”.

        La revelación vino acompañada de varios indicios: “Ellos estaban preparando un festejo, pero nosotros ya teníamos los boletos para irnos esa misma noche, sin embargo, cuando los volvimos a mirar, encontramos que eran para el día siguiente. Así que participamos junto a los monjes, vestidos con sus túnicas blancas, nosotras, vestidas de argentinas. Del techo del templo colgaban unos hilos; cuando entramos, vimos que cada uno tomaba un hilo y se lo ataba en la cabeza. Nosotras hicimos lo mismo. Vimos que, ‘de casualidad’, nos había tocado frente al altar, donde había un sillón, frente a mí, que estaba vacío. Alejados, había un montón de periodistas con filmadoras y cámaras fotográficas, en actitud de espera. De repente, todos los monjes empezaron a mantrar con el hilo atado, que, después nos enteramos, está atado a la cabeza del Buda de oro más grande del mundo, por lo que estuvimos conectadas a la cabeza de Buda. Cuando terminaron de mantrar, todos los monjes se inclinaron, nosotras también; después comenzaron a levantar lentamente la cabeza, nosotras también y ahí vi al monje que me había indicado que la hoja caída era mía y me volvió a sonreír, como lo hizo la primera vez. En ese momento, todas las cámaras le sacaron fotos y empezó la celebración. Entonces yo me dije que Buda me premió con una hoja cuando reconocí ‘yo voy budista’. Desde los 11 años pensando que lo era. Ahí, donde Buda se iluminó, me di cuenta que soy más budista que hinduista. En lo personal, es lo más fuerte que rescato”.

        Según dicen, India es un país que a uno lo espera, si es que uno tiene que ir, entonces irá. De allí, Gracia vino con energía revitalizada, con un cuadro del Buda de la sanación, que la acompaña en las sesiones de Reiki, y con una experiencia transformadora que comenzó a plasmar en el libro Mi Primer Viaje a India. La evolución del Reiki.

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