Una tarea solidaria que a todos mejora

Huerta en el Hogar Amelia Ruano de Schiaffino, Montevideo. En un barrio alejado del centro de Montevideo, Uruguay, se encuentra un antiguo palacete, convertido en hogar de ancianas. Su jardín, en estado de semiabandono, está siendo recuperado por un grupo de huerteros. Con el objetivo de producir verduras de calidad para las residentes del hogar, voluntarios de todas las edades despliegan sus saberes y comparten su tiempo con las abuelas, que, de esta manera, mejoran su calidad de vida.

 

En el barrio Buenos Aires, de Montevideo – Uruguay – se encuentra la quinta de los Piñeyrúa, como los viejos vecinos la recuerdan. Lo que fuera a principios del siglo 20 un espléndido palacete rodeado de señoriales jardines, hoy es un hogar de ancianos – Hogar Amelia Ruano de Schiaffino – disminuido en su esplendor arquitectónico.

Hasta allí llegaron, un caluroso día de diciembre del año pasado, un grupo de huerteros convocados por un empleado del Hogar que tuvo la brillante idea de utilizar los jardines, instalando una huerta orgánica. “Yo me vine como loco, porque tiene todas las condiciones: está cerrado, hay guardia, la tierra es muy fértil”, dijo Sergio Long, uno de los 15 voluntarios que tiene la manía de meter las manos en la tierra. “Mi huerta son unos cajones en una azotea, ¿qué puedo plantar? En diciembre, yo tenía plantado maíz, estaba chiquitito, lo traje, hicimos unos agujeritos y los plantamos sin limpiar mucho porque no nos daba el tiempo. En 3 meses, ya cosechamos 100 choclos, le dimos 80 al hogar y 20 nos quedamos nosotros. Así está todo marchando”.

Todos colaboran según sus propios ritmos; Sergio tiene “todo el tiempo del mundo” porque es jubilado; también hay estudiantes, trabajadores, madres que llegan con sus niños, por lo cual, con calendario en mano, se van repartiendo los días de trabajo. Eso sí, los sábados, todos dicen presente y, junto con algunas abuelas, que también meten manos a la obra, el jardín se revitaliza con la alegría del placer compartido.

 

Volviendo a la tierra

Con sus bolsitas llenas de material para compostar, van llegando Belén, Silvia, Teresita, acompañada por su joven nuera que enseguida se arremangó para sacar yuyitos.

“El día que vinimos por primera vez, el pasto tenía un metro, entonces dijimos ‘si esto creció tanto, la tierra debe ser buena’”, comentó Silvia que actualmente está cursando horticultura. “Yo soy jubilada y estoy estudiando en la Escuela de Jardinería. Además en el Jardín Botánico hice huerta orgánica, curso de mariposas, lombricultura. Como vivo cerca, acá vengo dos veces por semana”.

“Se está volviendo a la tierra y a lo natural”, intervino Belén, “cada vez somos más los que tratamos de evitar todo lo que es industrial. En las escuelas del interior (de Uruguay) están tomando muy en serio esto, les enseñan a los niños huerta y a tomar contacto con la naturaleza”.

Avanzando por los canteros, van surgiendo expresiones de asombro y emoción: “Qué lindos rabanitos”, “cómo crecieron las acelgas”. Deteniéndose, Belén expresó: “Lamentablemente, hay poquísimas abejas porque las fumigaciones fueron matando mariposas y abejas. El hombre no se da cuenta de lo que ha hecho, porque hace un tiempo atrás, uno iba a cualquier jardín y manoteaba abejas, ahora no hay. Acá ponemos mariquitas, que biológicamente combaten a los pulgones, también se ven pocas porque a todos los insectos los fue diezmando la fumigación. Las mariquitas colaboran con la huerta. Realmente aquí se aprende mucho, sobre todo nosotros que somos gente de asfalto. El hombre tiene que aprender que estamos en este mundo en un equilibrio con la naturaleza, si se rompe ese equilibrio, atentamos contra nosotros mismos”.

Como representante de las nuevas generaciones de profesionales, Pablo – próximo a recibirse de Ingeniero Agrónomo – señaló que la formación universitaria es “muy tradicional, busca aumentar el rendimiento para que el productor tenga mayor ganancia ya que eso se traduce, supuestamente, en mejor calidad de vida”. Aunque rescató cierto interés de los estudiantes por lo agroecológico, también reconoció que aceptan lo que se imparte académicamente. “En un rango de importancia, lo ambiental está siempre al final. La facultad prepara para los grandes mercados de consumo”.

Esperamos que los académicos entiendan que la única verdad está en las sencillas palabras de Belén.

 

Compartiendo tareas

María Esther y Juliana son dos abuelas que acompañan a los voluntarios. “Ellas bajan con nosotros a regar en la huerta. Ahora están haciendo almácigos de rabanitos y acelga”, contó Susana.

Por ahora pocas son las residentes del hogar que acompañan esta actividad, ya que muchas tienen dificultades para desplazarse. “Arreglamos con la directora para hacer los plantines en un sector de la galería, así no tienen que bajar las escalinatas”.

Rodeada de cajoncitos, María Esther pone una a una las semillas, acomoda los vasitos y controla que todos tengan su cuota de agua. Más allá, Juliana junta piedritas. “Me gusta porque no son productos transgénicos”, dijo María Esther, demostrando que, a cualquier edad, se puede estar informado.

Siguiendo con su tarea, María Esther recordó que, de pequeña, limpiaba almácigos de lechuga. “Viví en una granja donde había muchos árboles frutales, también huerta y animales. Cuando la tierra ya no sirvió para sembrar, mi papá plantó 10 mil eucaliptus. Después vendió el campo, pero antes cortó todos los eucaliptus y vendió la madera”.

Terminada su tarea de recolección de piedritas, Juliana empezó a armar almácigos y a contar su historia de vida: “La primera vez que estuve empleada tenía 6 años, fui a trabajar a casa de una señora que tenía vacas, yo las ordeñaba, repartía la leche y después limpiaba todo. También lavaba la ropa, me hicieron un banquito para que llegara al fondo de la tina”.

Al igual que muchos niños del mundo, Juliana no conoció “ni navidad, ni reyes, ni año nuevo, todos los chiquitos teníamos que trabajar, nada de comer gratis”. Según ella, tenía algo “malo”: “Robaba pan, porque después de lavar, barriga en el suelo, las patas de la bañadera (de la patrona) tenía que ir al monte a cuidar los animales”.

Ahora tiene su propio patio lleno de plantas. “Tengo una clientela que viene a comer pan. El benteveo baja y yo le dije que no diga bicho feo, parece mentira, no dice bicho feo. También tengo gorriones, son de atrevidos!”.

La conversación siguió andando; de pronto alguien dijo “traje perejil” y surgió la alegría. Susana sugirió que las ayudantas, tendrán mejor comida; María Esther reclamó “una porción mejor hecha” y Juliana, con picardía, remató: “Si nos dejaran cocinar a nosotras, ahí sí que le van a pasar el dedo al plato”.

La tarde se fue haciendo nochecita y Juliana exclamó: “Ahora que estoy en la huerta, tengo 50 años menos”.

Charlitas

Desde las altas ramas de centenarios árboles, los pájaros acompañan a los voluntarios. “Acá, hasta gavilanes hay”, dijo Sergio, señalando el espacio por donde pronto se extenderá la huerta.

Alegre con la cosecha de choclos, tomates y zapallo, Majela explicó que la idea es que las abuelas coman mejor. “El fin es que la huerta sea productiva para las abuelas y, además, que sea un lugar de inclusión. Me parece rebonito traer a mi hija, regamos, ve el crecimiento de cada planta. Este es un lugar diverso y la huerta nos une en todo. Aquí compartimos y vamos generando experiencia. Es lo más bonito de esto, compartir y conocer a las abuelas”, dijo, mirando con ternura a María Esther y Juliana.

A lo lejos, los hombres seguían trabajando con ahínco, desplegando alambres, cortando cañas. Como el fresquito se empezaba a sentir, surgió el comentario: “Próximamente cerraremos con nylon la pérgola”. Y de pronto, la sugerencia de Juliana: “Que sean dos, una para flores y otra para huerta”.

Al filo de la jornada, María Esther introdujo un nuevo tema: “Yo soy de Tacuarembó, los pagos de Gardel. Según una tía abuela mía, Gardel era hijo del comisario del pueblo, Scaciola. Antes por Tacuarembó pasaba mucha gente porque iban a las minas de oro de Rivera, por eso pasaban compañías teatrales y la madre de Gardel era planchadora de una compañía”.

De pronto, se escuchó otra voz: “Los argentinos dicen que La Cumparsita es argentina, pero no, el compositor es Matos Rodríguez, que es uruguayo”.

María Esther siguió informando: “El dulce de leche también es uruguayo. Una cocinera puso azúcar en la leche, se fue y cuando volvió, estaba hecho el dulce de leche”.

En medio de ese jardín maravilloso, lleno de araucarias, moras, paltas, estrella federal, gardenias y huerta, surgieron las risas, porque estas pequeñas polémicas también nos hermanan con los huerteros uruguayos.

 

FOTO: María Esther, Majela y Juliana haciendo almácigos

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