Cuando los astilleros estaban llenos de obreros y Callao era de tierra

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La almacenera del barrio. Llegó a Rincón con 12 años. Se sobrepuso a las mareas y al exceso de trabajo. Hoy, Rosa Suárez sigue al frente de su almacén, Mi Rincón, y también se hace tiempo para juntar ropa, dar una recomendación y observar las necesidades de sus vecinos.

 

En el tiempo en que, en Rincón, era difícil diferenciar entre vereda y calle, porque los yuyos crecían por igual en uno y otro lado, Hilda Rosa Suárez llegó al lugar con su familia. “Yo tenía 12 años cuando dejamos Hernandarias (Entre Ríos), porque la fábrica donde trabajaba mi mamá cerraba, entonces hubo que partir. Sufrí mucho cuando vine para acá. Nosotros no sabíamos qué era una marea… y nos agarró cada una…” y ahí hizo una pausa y seguramente sus recuerdos se encontraron con las aguas sucias del Luján debajo de su cama. “Antes duraba un montón una marea”, recordó la dueña del almacén Mi Rincón, ubicado en Callao y Galarza.

Testigo de las transformaciones del barrio, Rosita, como le dicen cariñosamente sus vecinos, continuó: “Callao era intransitable, sólo se podía andar por Castiglioni, porque siempre pasaba la máquina, le ponían tosca porque estaban los astilleros, donde trabajaba toda la gente que vivía por acá. Mucho después se asfaltó Callao, la primera asfaltada, se necesitaba, porque entraban y salían camiones, se trabajaba mucho en los astilleros. Por el puente, el Tarrab, no se podía pasar porque era de madera. Había muchos astilleros, el Forte era de primera, habían hecho contrato con Cuba, pero, cuando llegaron los militares… ese astillero cerró, quedó todo abandonado; Mestrina también entró en crisis; Tarrab, dicen que se fueron a Miami y allá pusieron lo mismo. Ahora hay muchos astilleros pequeños que hacen lanchas, todos los vecinos están trabajando, aunque les pagan poco… y con una sola lancha que venden, les pagan a todos, porque las venden en dólares”.

La dictadura militar y la crisis moral generada por el menemismo han modificado a la población, pero, como la historia se sigue escribiendo, el sábado 22 de marzo, frente a las puertas del astillero Mestrina, se colocó una baldosa por la memoria y la justicia.

 

Hubiera querido estudiar

“¡Cuántas veces volvimos a empezar!”, exclamó Rosita, que lleva sobre su cuerpo años y años de laburo. “Había que ir a buscar la mercadería por calle de tierra, porque el camión no llegaba al almacén”.

Antes de hacerse cargo del negocio, Rosa estudió en el Normal de San Fernando y luego ingresó a la Facultad de Farmacia y Bioquímica: “Hice casi 2 años, pero vino la época de los militares y la cosa se puso difícil, de acá se llevaron mucha gente, mi mamá me iba a buscar a la parada del colectivo. Además, mi hermana se casó y yo me tuve que hacer cargo del negocio, aunque a mí me hubiera gustado estudiar”.

Para compensar, “cuando el televisor era a válvula”, estudió electrónica, lo que le sirve para defenderse en las cosas del hogar; y, entre trabajo y estudio, también se dio tiempo para cantar: “Tuve un conjunto de chamamé, Los del Litoral. Íbamos a muchos lugares a cantar, siempre a beneficencia”. Para ir restando de la cuenta deudora, próximamente retomará las clases de canto, “por el simple placer de cantar”.

 

Casi como una pulpería

Con los astilleros de fondo, ahí donde antes nadie quería ir, se encuentra el almacén de Rosa. Es un barrio bien barrio, donde los vecinos se atreven a golpear la cortina, a la hora de la siesta, para pedir una gauchada.

“Acá encontrás de todo, porque antes no había otros negocios, entonces había que tener hilo, aguja, un balde, pincel, útiles escolares”. Mucha de esta mercadería sobrevive en el local, pero un rubro está en agonía: “La mercería se está dejando un poquito de lado, no sé qué pasa, la gente cambia la ropa, ya no la arregla. Antes vendía muchos cierres, ahora vendo uno cada muerte de obispo. Antes había que tener botones, cinta al bies; ahora tenemos que tener carga de teléfono”.

El almacén abre de lunes a lunes y Rosa está siempre detrás del mostrador, aún así también tiene tiempo para ocuparse de las necesidades del barrio.

 

Mamá Noel

“Mucha gente me conoce ya que hace unos años hicimos un Papá Noel, porque los chicos me decían ‘Rosa, a mí los reyes no me dejaron nada’ y yo les daba un juguetito. Entonces empezamos a organizarnos con un vecino, él andaba por la calle repartiendo bolsitas con caramelos. Llegamos a ser famosos”.

Rosa recibía donaciones, junto con otras mujeres lavaban y arreglaban juguetes; también hacía rifas y con lo recaudado “una señora iba a Once, compraba juguetes, los embolsábamos y los marcábamos con un papelito celeste y otro rosado para no tener problemas cuando los chicos retiraban su regalo”.

Como el entusiasmo genera creatividad, también organizaron un pesebre: “Eran los chicos del barrio, al principio refunfuñaban, pero después les gustaba que las mamás les pusieran alitas de ángel. Hasta de Benavídez venían a verlos”.

A cada niño que recibía su regalo, Rosa le sacaba una foto que después pegaba en cartulinas y exponía en su negocio. “Los chicos se buscaban y decían ‘acá estoy yo’, ¿a quién no le gusta verse en una foto?”.

Después llegaron otras ayudas al barrio, se hicieron comedores, que, según dicen, están abandonados, como abandonados están niños y adultos que viven en la villa cercana al almacén.

“No es muy grande (la villa), por eso pienso que se puede mejorar. Hay mucha casa de madera vieja y se queman con facilidad. Hace poco se prendieron fuego 3, les dieron una casilla, pero no pueden hacer la base porque no tienen para los materiales, ¿van a poner la casilla en el barro?”.

Como son vecinos, Rosa conoce su situación: “Son personas que trabajan 10 horas por día y, lo que ganan, es para darle de comer a los hijos. Están todos viviendo con familiares. A esa gente también le falta estudio, entonces no saben cómo expresarse, se quedan calladitos; si uno les pregunta, a veces cuentan lo que les pasa, pero ellos no van a pedir”.

La sensibilidad y el sentido común suenan en las palabras de nuestra entrevistada: “Hay muchas cosas que se podrían hacer, no es tan complicado, se puede hacer una casita de material con un bañito, eso le cambia la vida a un chico. Eso sería una buena inversión”.

Mientras que algunos buscan aprobación en las lejanas tierras del norte, los portadores de ojos cansados y manos sucias siguen buscando la ayuda de Rosa, la vecina que esponsorea a los pibes del barrio, porque, simplemente, le satisface que “los chicos jueguen al fútbol y estén contentos”.

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