“Pagué mi condena y no voy a volver nunca más a la cárcel”

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La historia de un hombre que hubiera podido ser víctima de un linchamiento. Tenía mamá, abuelo, hermanos, sin embargo se sentía solo. Tuvo una libertad inadecuada para un niño; la falta de control hizo que se juntara con chicos más grandes y empezó a beber, a drogarse, a robar y… llegó a la cárcel.

 

“Nunca me dijeron no, yo podía hacer de todo. A mí me crió mi mamá, que tenía que trabajar, y mi abuelo que siempre hizo de abuelo porque yo tenía 12 años y le decía ‘me voy’, ‘bueno, m’hijo’… nunca tuve un no”.

Con ese “no”, el entrevistado, que podría ser Juancito Laguna, quiso decir que fue construyendo su vida como pudo, “yo me sentía muy solo”.

Todo sujeto demanda amor, cuidados y presencia. “Mi familia fue de clase media; soy el menor de 4 hermanos, con el mayor no tenía relación, mi hermana vivía en Europa, el otro hermano era un borracho”.

La posibilidad de crear lazos de solidaridad y compañerismo se buscaron, por lo tanto, fuera del hogar. “Siempre me junté con chicos más grandes; ‘vení, fumate un porrito’ y yo, para no quedar como un cagón, empecé a fumar, a tomar una cervecita”.

El niño-adolescente quedó expuesto a los riesgos fáciles de las adicciones, la promiscuidad y la delincuencia. “Fui creciendo, seguí drogándome, me junté, tuve un hijo, me separé a causa de las drogas y ahí ya me desbarranqué, no me importó nada, dejé de trabajar, empecé a delinquir”.

 

Bienvenido al penal

“Tuve capacidad para sobrevivir”, dijo Juancito, refiriéndose al penal, donde pasó más de 4 años de su vida. Empezó como raterito, sin armas, “primero una bicicleta, un pasacassete”.

Correr, agitarse, huir, drogarse, mentir, seguir robando. “Después empecé con armas blancas, me agarraron un día que robé a un viejo con un cuchillo, no me di cuenta que había una persona escondida y, a las dos cuadras, me agarraron”.

Meses en las comisarías, “en una celda de 3×3 hay un montón de gente, olores, cucarachas. Uno ahí piensa en la familia, que todos los días tiene que ir a llevarle la comida”. Salió, porque el juez le dio 2 años y 8 meses. “¿Qué podía hacer? Seguí robando, drogándome, estafando con tarjetas de crédito”.

El consumo de drogas se hizo cada vez más pesado: “Cocaína, ácido, uno se empieza a inyectar. La mayoría de mis amigos están muertos porque se inyectaban y se infectaron de VIH. Ahora está el paco, la droga del pobre, la más adictiva que hay”.

Juancito también consumió paco. Dicen los psiquiatras: “Es el desecho de una droga, es el resultado de una ‘industria’ que busca introducir en el mercado sus propios desechos. Su consumo es más grave entre los pobres porque es una población con restricciones para acceder a los servicios de salud y, además, no cuentan con una alimentación adecuada. El efecto del paco dura entre 15 y 20 minutos y es tan adictivo y potente que un consumidor puede hacer cualquier cosa para conseguir otra  dosis, por eso la relación entre esta droga y el delito es tan íntima”.

El joven estaba tan metido con la droga que le propusieron vender: “Empecé vendiendo en bicicleta, pedaleaba todo el día. Pero, cuando ya estaba muy mal, empecé a mirar para atrás todo el tiempo porque me sentía perseguido por la policía”.

El delirio persecutorio lo llevó a encerrarse en su casa: “Yo vivía en un barrio de clase media, los vecinos comenzaron a ver gente rara, claro, era la que me venía a comprar. Encima, a las dos cuadras, se chorreaban algo. Hubo denuncias, empezaron a investigar y caí detenido”.

Esa vez no le encontraron nada, pero él se llevó una sorpresa: la poli le propuso que vendiera para ellos. Se negó. “Me dieron una paliza, interpuse un habeas corpus y el juez me llamó, pero no me llevaron porque me dejaron hecho un monstruito. Finalmente me llevaron al juzgado y el juez me trasladó”. Esta vez le dio 4 años y 6 meses y fue a parar a Olmos.

Dice Michel Foucault: “…el cuerpo está también directamente inmerso en un campo político; las relaciones de poder operan sobre él una presa inmediata; lo cercan, lo marcan, lo doman, lo someten a suplicio, lo fuerzan a trabajos, lo obligan a ceremonias, exigen de él signos. Este cerco político del cuerpo va unido… a la utilización económica del cuerpo; el cuerpo… está imbuido de relaciones de poder y dominación, como fuerza de producción; pero su constitución como fuerza de trabajo sólo es posible si se halla prendido en un sistema de sujeción (en el que la necesidad es también un instrumento político cuidadosamente dispuesto, calculado y utilizado)”.

La bienvenida al penal es el buzón y después el pabellón de tránsito. “Ahí se está a todo ritmo. Uno llega con sus cosas y ya deja algo. Le tiran una faca y le dicen ‘¿qué pensás hacer? ¿vas a pelear por tu vida?’ no queda otra, hay que pelear, porque si no se pelea, hay que ir a lavar platos, calzoncillos, sos la mujer de todos”.

Se inicia, así, el esfuerzo por sobrevivir, ya que, además de haber perdido la libertad, de dejar de ser soberano de uno mismo, de estar sometido a las presiones de la institución carcelaria, también se está sometido a la ferocidad del más fuerte: “A veces, uno duerme parado en el baño o directamente no duerme, porque se la pasa atendiendo a los otros, ‘cebame mate, traeme esto, llevá eso’ y te pasás las 24 horas así. Además están los cachivaches que se la pasan peleando y provocando. Las celdas están superpobladas, donde tendría que haber 2, hay 4; el inodoro lo tenés al lado de la mesa, entonces le decís a los compañeros ‘date vuelta que voy al baño’. Puede ser que un compañero llame a la casa y encuentre a la mujer con otro, entonces se pone loco y hay que aguantarlo”.

Al principio pueden tener visitas los fines de semana y ya “cuando uno se va acomodando, cuando ven que uno no es un cachivache, entonces se puede conseguir visita durante la semana que es más tranquilo, se puede salir a caminar por el patio”.

Sin embargo, a veces las visitas son aisladas, por eso la necesidad de comunicarse con la familia se hace carne; el teléfono se transforma en un objeto de deseo y también de tortura, ya que “está el matón que dice ‘vos hablás si yo quiero’, también por eso hay que pelear. Además puede que uno ‘fuerte’ obligue a un ‘débil’ a pedir, a su familia, dinero, tarjetas. ‘Va a pasar una persona por tu casa, le tenés que dar dinero porque, si no, mato a tu hijo que está acá a mi lado’. Así pasaron secuestros virtuales, en colaboración con gente del servicio penitenciario”.

Recorrer pasillos, pabellones, estar al acecho. “Hola, te hablo rapidito”, sin que se dé cuenta, una mano puede aparecer y cortar una llamada. “Uno está siempre tratando de hablar. ¿Me deja hacer un llamadito, don?”.

Después de un año y medio, llegó al pabellón de evangelistas: “Ahí se puede fumar, ver tele, pero hay que respetar las cosas de Dios”. Al poco tiempo llegó un celador que le dijo “Juancito, prepará el bolso que mañana te trasladan”, “¿a dónde?”, “aaaaahhhh…”. Siempre la incertidumbre y, por lo tanto, el sometimiento.

 

De Olmos a Magdalena

Magdalena es una cárcel de máxima seguridad, por lo cual “hay un muro que no deja ver la luz del día. Pero el que estudia o trabaja mejora su condición, puede salir al patio, con el mate”.

De nuevo, entonces, a desarrollar estrategias de sobrevivencia. “Empezar otra vez, aunque ya estaba más pícaro. Enseguida pedí pabellón de trabajadores, no me lo dieron. Me tuvieron a prueba en otro durante 6 meses. Estuve juntando papelitos y viendo dónde podía acomodarme”.

Juancito aseguró que el apoyo familiar es muy importante, pero el mecanismo del traslado dificulta la continuidad del vínculo: “La ley dice que no se puede cortar el vínculo familiar, pero si a uno lo mandan lejos y la familia no tiene recursos para viajar, eso, al preso, lo destruye psicológicamente. No puede ver a los hijos, a la madre, además uno se tiene que vestir, tiene que comer y si la familia no puede llevarle nada, ¿qué hace uno? Adentro de la cárcel tiene que seguir robando”.

Mientras que el pedido de acercamiento familiar atraviesa toda la burocracia, “meses que, para el preso, son un montón”, van surgiendo “trabajitos”.

“Trabajé en un pabellón de ingreso; ahí me puse un poco durito porque ya mi familia no me podía visitar. Me empecé a buscar la vida, yo también me hice malo. Empecé a trabajar para la poli, porque también hay policías corruptos”.

Peleas omnipresentes, gente irascible, “todos los días un muerto, ni qué hablar de los lastimados que van a la enfermería”. También hay gente que quiere estar tranquila, “cumplir la condena y salir”.

“… no es posible sustraerse a todo condicionamiento, pero por lo menos, es posible elegir el condicionamiento que uno prefiere” (Primo Levi, Si esto es un hombre).

“Me acomodé en un pabellón de trabajadores-estudiantes. Ahí ya tenía un baño dividido, agua caliente, directv que pagábamos entre todos. Vivía dignamente y tranquilo. Me compré un celular (por supuesto oculto, porque no se pueden tener), aunque igual seguía llamando por el otro porque, si no, se dan cuenta”.

Muchos presos son analfabetos o no han terminado sus estudios, por lo cual “hacen el primario, el secundario o la facultad. No hay mucho para hacer en la cárcel”.

El derecho a la educación en contextos de encierro forma parte de la Ley Nacional de Educación de 2006, así como de la normativa internacional, por ejemplo de las Reglas Mínimas para el Tratamiento de los Reclusos de Naciones Unidas. Aún así, algunos funcionarios suelen concebir la instancia de educación como un privilegio que se otorga o quita como premio o castigo.

Cuando ya faltaba poco tiempo para terminar la condena, realizó trabajos en la parte de afuera del penal: “Haciendo jardinería o ayudando a las familias que llegaban de visita, porque la ruta queda lejos. Los ayudaba cargando sus cosas, siempre con la mirada hacia abajo para que nadie me acusara porque, en una de esas, una mujer podía decirle al marido ‘éste me miró’ y ahí se arma. Uno está a prueba todo el tiempo”.

Ver pasar colectivos, sentir una ráfaga de viento en la cara, escuchar bocinazos puede ser algo intrascendente y molesto, pero, para un preso, es el reencuentro con la libertad. Obviamente, en un momento surgió el fantasma de la fuga, pero Juancito pensó: “Si me voy, voy a vivir siempre oculto o huyendo. Sólo me falta un año para irme”.

Después, llegaron las salidas transitorias: “Me daban 48 horas en mi casa más 8 horas de viaje. Mi hermana me iba a buscar y yo podía volver solo al penal. Hice 5 salidas, una por mes. Es raro, porque uno solo se va a meter en la cárcel”.

Desde que pisó la prisión, supo que ése no era el lugar que quería para él. “Lloré tantas noches”. Sufrió atropellos, humillaciones, sintió dolor, soledad, furia, miedo. “No quiero volver a eso. No quiero que mi familia pase más por eso. Sé que tengo que trabajar y estoy apto para muchas cosas. Siento la discriminación, no es fácil conseguir trabajo, pero tengo fuerzas para seguir luchando porque yo viví cosas terribles, pagué mi condena y no voy a volver nunca más a la cárcel”.

Seguramente, Juancito Laguna recibió pocos regalos en su vida, por eso son para él estas palabras que Primo Levi utilizó para explicar por qué fue uno de los sobrevivientes de Auschwitz: “Y finalmente, quizás, haya desempeñado un papel la voluntad, que conservé tenazmente, de reconocer siempre, aún en los días más negros, tanto en mis camaradas como en mí mismo, a hombres y no a cosas, sustrayéndome de esa manera a aquella total humillación y desmoralización que condujo a muchos al naufragio espiritual”.

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