“Vivíamos humildemente, pero éramos alegres”

, Sociales

En Rincón de Milberg hubo trabajo, sacrificio y coraje. Llegado a la localidad en la década del 60, Catalino Flores fue, como las hormiguitas, construyendo una vida de progreso junto a sus vecinos. Le puso pecho a las mareas, al barro, al trabajo duro del astillero y sobrevivió a la tristeza de ver cómo se llevaban a sus compañeros.

 

Con 22 años de obrero de la industria naval, Catalino Flores – aún con un problema auditivo generado por ese trabajo – sostuvo que tiene muy lindos recuerdos de aquel tiempo y, especialmente, de sus compañeros.

Invitado a participar del acto en recordación de los obreros desaparecidos de Mestrina, Catalino señaló: “Me emocionó ver las fotos de los compañeros que también eran amigos, porque yo estuve 18 años en Mestrina”.

A pesar de que vive cerca del astillero, hacía tiempo que no pasaba por allí, por eso lo asombró el estado en que se encuentra: “Antes estaba pintadito, ahora se está cayendo todo”.

Pasado y presente se fueron enhebrando en la conversación que Catalino supo amenizar con anécdotas, como seguramente también lo hubieran hecho los compañeros que todavía están desaparecidos.

 

De Corrientes a Rincón de Milberg

Cuando llegó a Rincón, por el año 65, se preguntaba por qué “todas las casillas estaban arriba”. Al llegar la primera marea, encontró la respuesta: “El agua se llevaba todo. Donde yo nací no había ese problema”.

Catalino Flores nació en Empedrado, Corrientes, en 1945. Integrante de una familia numerosa, a los 14 años, “como veía tanta miseria”, le dijo a su madre: “Quiero ir al Chaco a juntar algodón”. Lo mandaron a ver al comisario departamental que le hizo una autorización para salir de su provincia. “Mi mamá firmó y me fui. Trabajé en la cosecha de algodón, de arroz, de maíz, de arveja. También en un ingenio azucarero frente a la frontera con Paraguay; ahí aprendí a hablar y cantar en guaraní, todavía puedo escribir algunas palabras”.

Después de haber hecho de todo, hasta juntar bosta de caballo para ladrillos, se vino a Rincón donde ya vivía su hermana. “Teníamos una casillita y detrás era todo monte”.

Con gestos y su cantito correntino, fue describiendo el lugar: “Allá, lejos, había una luz. Para el agua, había que esperar el camión y había que darle propina. Teníamos gallinas, patos, la quinta, maíz, porotos. Para prender la luz había que subirse a la cama porque estaba todo electrificado. De a poco, como las hormiguitas, fuimos cambiando la madera por ladrillos”.

La mayoría de los vecinos eran provincianos: tucumanos, correntinos, entrerrianos. “Los domingos nos juntábamos y nos ayudábamos, para hacer el pozo, poner la bomba. Cada uno traía algo y hacíamos unos buenos tallarines, después jugábamos a las cartas y mi hermano tocaba la guitarra. Vivíamos humildemente pero éramos alegres”.

Mencionó a una vecina entrerriana que “se rebuscaba haciendo pan casero y vendiendo bebidas en copitas, con eso mantenía a la familia”.

Muchos fines de semana, cargaban los bolsos y se iban para el lado de Villa La Ñata: “Comíamos, nos bañábamos; ahora no hay ni un pedazo de tierra para hacer un asadito”.

La vida sencilla y apacible de los vecinos, un día se vio alterada: “El 24 (de marzo) fue el golpe y el 25 fuimos rodeados por los soldados. Nosotros estábamos trabajando en un barco. El jefe de vigilancia con el ejército iban directamente con una lista. Lo triste que fue verlos subir al camión. También se iban a llevar a un hermano mío, no sé de dónde saqué tanto coraje; corrí y hablé con el jefe de personal, ‘Adrián’, le dije, ‘por favor, acá hay una confusión, mi hermano no anda en política’, entonces él averiguó y lo bajaron”.

Convencido de que tuvo que existir un entregador, Catalino contó: “Nosotros siempre tuvimos desconfianza de la empresa, del jefe de seguridad y del sindicato. Alguien de los tres dio los nombres completos. El jefe de seguridad ya se murió y se lo merecía, ese tendría que estar a 200 metros bajo tierra”.

Atravesados por esas experiencias tan conmocionantes, “había que seguir trabajando, pero asustados”. “El que vivió esos momentos tan tristes”, aseguró, “no se olvida nunca”.

 

Trabajo y picardías

El trabajo en el astillero era duro y muy ruidoso, sin embargo también dejaba espacio para las picardías. “Yo era el encargado de las travesuras. Estaba prohibido llevar bebidas alcohólicas, pero yo buscaba la forma: escondía entre los electrodos unas botellas de vino y pasaba. Entonces los viernes, comíamos con vino”.

Los sábados también eran especiales: “Hacíamos picadas y yo me encargaba de las bebidas. Un día teníamos todo preparado en un camarote y golpean la puerta. Era uno de los patrones”, contó entre risas y agarrándose la cabeza. Y como Catalino no se achicaba y, además, era rápido para las mentiritas, dijo: “Santiago, yo sé que estamos haciendo mal, pero es el cumpleaños de un compañero”, “bueno, bueno”, respondió el hombre y quiso entrar para saludar al homenajeado.

El muchacho que supuestamente era el cumpleañero, reapareció por el barrio hace unos años: “Una mañana, a las 6, paró un auto en la puerta de mi negocio, pensé ‘¿qué hace éste acá’¿vendrá a robarme?’”. El hombre entró y le preguntó a Catalino: “¿me conoce?”, “no!”, “¿seguro?”, “sí”, “soy Pocho Manguello, el soldador!”. “¡Qué alegría, se había ido con Techint a Bahía Blanca, recorrió el país y terminó en Sudáfrica. Vivía acá, a dos cuadras”.

También hubo un recuerdo para las oficinistas: “Ellas veían que yo llevaba asado y me decían ‘ay!, Catalino, cómo me gustaría comer un asadito’,’yo te lo hago’ y les llevaba una porción de asado, la mitad de un chorizo, un poco de morcilla. No era caro y comían contentas, porque ellas vivían a café”.

La marea no podía estar ausente en sus anécdotas: “Un día le dije a mi compañero ‘Sergio, ¿vos ya comiste? Andá que yo te relevo’. Para qué se lo dije. Estaba subiendo el agua, se soltó la amarra y el barco quedó a la deriva. Iba rompiendo todo, el viento era fuertísimo, después de horas apareció un barco que tiró un cabo y de a poco lo fue amarrando. Nos fue a buscar un remolcador que nos llevó hasta el astillero. Habían pasado horas. El tano nos estaba esperando con una botella de whisky y a cada uno nos daba una copita, pero nosotros teníamos un hambre!!!”. Además de las risas, Catalino hizo con sus manos el típico gesto de miedo.

Las anécdotas y recuerdos continuaron; también las condiciones laborales, pasadas y presentes, aparecieron en la conversación y, después de nombrar a varios de sus compañeros desaparecidos, concluyó: “Yo leí el libro Nunca Más, hay que tener coraje para leer ese libro. Por eso digo ‘nunca más’!”.

Deja una respuesta